Son recuerdos muy vagos, pero son de los primeros. Sin embargo, hay momentos posteriores de mi vida que recuerdo de manera mucho más confusa y no con la claridad de esas memorias. Aunque quizás he pasado tantas veces el cassette que ya los he reformado todos, y he llenado los huecos. Por ejemplo, recuerdo el escalón de la casa de Mérida, recuerdo el piso que era muy fresco y mi necedad de andar descalza... necesidad que desesperaba a mi papá cuando tenía 4 años, y cuando viene a mi casa y me ve andar descalza a los 35. Recuerdo el pavor a los alacranes, y cómo Aurora y yo tratábamos de embaucar a papá y mamá haciéndoles creer que veíamos un alacrán. Corríamos a subirnos a la banca de mimbre que hacía las veces de sillón, y gritábamos ¡un alacrán! y ellos se reían, y les preguntábamos que porqué no nos creían... y decían que era obvio. Aquello era un verdadero misterio para mi.
Recuerdo también a la niña que se comió una paleta de cajeta y de pronto le salió un borbotón de sangre de la boca. Y yo me asusté terriblemente: en las películas, cuando a alguien le salía sangre de la boca, es porque ya se había muerto. Y a los muertos de la televisión les bastaba un hilito de sangre, y a la niña le salían borbotones... claro: era el filo de la paleta, había explicado entonces la maestra. Decía que debíamos tener mucho cuidado. Y yo, durante mucho tiempo (eternidades, algo así como hasta que cumplí 5 años) temí a esos dulces instrumentos mortales que ni las niñas grandes sabían usar con seguridad.
También creía que el matrimonio era el momento en que dos personas se daban un beso en la boca. Y cuando mis papás se dieron uno frente a mi, les pregunté azorada si se estaban volviendo a casar... ¿cómo podía la gente andar casándose así, nomás, sin vestido vaporoso y sin brindis, en el estacionamiento junto al vocho? Yo entendía las bodas como un acontecimiento de proporciones cósmicas, donde todo ocurría en un beso y u brindis... curiosamente sólo recuerdo ese beso de mis papás.
Pero quizás, de todos mis recuerdos, hay dos de los cuáles todavía recuerdo el cómo me sobrecogieron.
El primero, y creo que el más antiguo de todos, no fue un descubrimiento sino acaso un recuerdo muy vago de una sensación. Es la casa de Mérida y el escalón (porque la sala estaba en desnivel respecto del comedor. Había, entonces, un escalón que dividía la casa). Tras del escalón, la puerta que da al patio. Y luego, el horizonte. Mérida es un lugar sin montañas (salvo la Sierrita de Motul que no se veía desde la casa). El horizonte se tiende largo e inmenso, y se ve una larga línea hasta muy lejísimos. Y yo ahí, parada, comprendo de súbito que el mundo es una extensión plana y larga cubierta por una cúpula azulada.
Ese recuerdo lleva al otro. Primero descubrimos que el mundo es redondo. Pero entonces ¿dónde vivimos? ¿cuándo las naves espaciales salen, lo hacen por cráteres, como los de la luna? ¿y cómo nos llega la luz del Sol? Pero entonces alguien me explica que vivimos dentro de la atmósfera. Y le digo a ese alguien (necesariamente un físico o madre de uno o una) que si a la atmósfera le hacemos agujeros (yo sigo creyendo que la "atmósfera" es aquella cúpula... doble, porque es cúpula por abajo también) y me dicen que no, que la "cúpula" es como el agua: no se le hacen agujeros. ¡Es de aire! Pero no, cómo va a ser de aire... ¿cómo?
Y es mi abuelita (la mamá de la física) la que me explica que el mundo es una bola de piedra, y que a la bola de piedra la cubre una capa de aire. Y yo le digo que no es cierto que ¡¿a poco vivimos en la superficie de la bola de piedra?!
Que sí... que ahí vivimos...
¡¿Y porqué no nos caemos?!
Porque la gravedad nos tiene amarrados al piso.
Y yo me siento de golpe y me agarro de lo que puedo...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario