Un día decidí quitarme los zapatos y recorrer Las islas con los pies descalzos. La inmensidad del Ciudad Universitaria hacía que el Sol se viera chiquito. Yo debería haber estado en la biblioteca leyendo, pero no toleraba (no tolero) los lugares silenciosos. Sacaba muchos libros de la biblioteca, pero la mayor parte del tiempo la usaba buscando algún pastito pachón dónde sentarme a escribir un cuento o hacer algún dibujo. Aquellos eran tiempos de un enorme silencio adentro de mi, donde a veces me ponía a leer el Fedro, pero luego luego me distraía imaginándome frente a la prenda amada y viendo cómo el imbécil caballo blanco se detenía en seco y el pobre caballo negro se rompía el hocico a causa del frenón. Y eso era para mi Platón. Y el ser... ¿qué demonios era el ser? Era un ovoide amarillo. Y ¿qué era el sentido del ser? Para mi era hacia dónde el ovoide amarillo se dirigía a máxima velocidad (por eso seguramente tenía una forma ovoide). La carrera era una broma de mal gusto y, sin embargo, ese primer año saqué 9.7 de promedio... tenía que ser una pésima broma.
Entonces los conocí a ellos. Estaban igual de perdidos que yo. Ivonne, además de yo, era la única que había pedido Filosofía como primera opción. El Mosco quería derecho, Cuatro Vientos también aunque su objetivo en la vida era irse a vivir a Teotihuacán con otros hermanos nahuas (como él: de ojos verdes, de 1.90 y cabello castaño claro). Y estaba Edu, que quería estudiar Diseño Gráfico, era dark, y tenía una amplia cultura sobre literatura de vampiros.
En aquellos tiempos en que la Biblioteca Central tenía pastito, nos echábamos a ver el cielo. Era evidente que ninguno de nosotros quería estar ahí, o mejor dicho: que el mejor lugar de la FFyL eran los pastitos. Y ahí Edu me contó que era gay, y fue la primera vez que conocía a un gay y no supe que hacer... y traté de portarme muy natural, muy avergonzada de no reaccionar con sincera naturalidad. Y él, con mucha naturalidad, trataba de hacer que la confesión se pareciera más a una plática incidental pero, al parecer, era una declaración que tenía que ser hecha.
Entonces ocurrió que se murió Jaime Sabines. Éramos más, pero ahora no recuerdo cuántos éramos... aunque estaba Clau, a la que los hombres le hacían click! y que era una especie de Marilin Monroe peliroja. Y estaba el Hippias, pues venerablemente una tarde se sentó en un pastito bajo un plátano o no recuerdo ya exactamente cómo fue que no lo dejamos de chingar con que él era el Elegante y Sabio Hippias. Éramos más ¿o menos? pero aquella tarde decidimos ir a Las Islas a invocar el espíritu de Jaime Sabines.
Nos sentamos en círculo, cerramos los ojos, y algún ensalmo inventado comenzamos a decir. De la nada el Sol desapareció y comenzó a hacer un viento espantoso. Todos recordamos inmediatamente que la semana pasada nos habían contado eso de que caían rayos en Las Islas y que el semestre anterior (cuando ninguno conocía aún CU) un pobre universitario había sido fulminado. Corrimos hacia la facultad y una tremenda lluvia cayó... durante cinco minutos y, después, el Sol volvió a salir como si nada... ¡y uno de esos pinos que llevaban ahí 2500 años se había caído! ¡se cayó el pino! ¡El pino que era mucho más viejo que la torre de Rectoría, que la filosofía misma!
Azorados fuimos a rodear al pino... pocas horas después llegaron trabajadores a cortarlo para poder llevárselo (era bastante monumental). Y Juan, es decir, Cuatro Vientos, recogió algunas piñitas diciendo: "pobre de ti, pero nosotros cuidaremos de tus hijos". ¡Era evidente que fue Jaime Sabines quién causó todo eso! ¡El de los amorosos! ¡Él, que nos maldijo por amorosos!
Mi primer año de la carrera de Filosofía consistió en la suspensión de todo juicio. No sabía qué hacer con mi vida, así que sacar 9.7 de promedio en una carrera donde no hacía prácticamente nada, era una buena manera de pasar el tiempo en lo que decidía qué hacer, mientras oía a Mtz. de la Escalera hablar de la ¡puesta en escena! y hacía repelar a Quesada porque metía a mi novio al salón, le daba besos, y él me pasaba al frente para exhibirme... y yo siempre contestaba bien sus absurdas tablas de verdad que jamás en la existencia entendí como para qué servían, pero sabía resolver muy bien.
Eran esos años cuando a Zermeño o a Juliana González les hablaba yo de los animales, y se burlaban de mi. Eran esos años oscuros, pero tranquilos. Eran esos años desesperantes, cuando la Huelga vino a darnos un gran pretexto para ya no pensar en qué demonios teníamos que hacer de nuestras vidas.
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