¿A quién puedo contarle la alegría del salmón? Un pedacito de salmón cocinado a fuego lento. Eso, sí, y una pizca de sal y un poquitín de pimienta. Y luego recordar una redonda y gorda toronja en el frutero que mirándome, me dice: heme aquí no para traer la amargura de buen comportamiento, sino la pizca de alegría que te hace falta en una noche como ésta. Y hela aquí, partida y siendo exprimida como si de un gigantesco limón se tratara, sobre el salmón que sabe casi como mantequilla.
¿Con quién compartir la alegría de un pedacito de salmón? Estaba ahí, esperando a ser cocinado, y hasta compartido, en fraterna compañía, con sus devoradores naturales: los gatos. Claro: es evidente que si no fueran los osos, a los gatos les habría sido encomendada la tarea de llevar a buen sepulcro a los salmones.
Y ¿con quién compartir esa alegría? No son horas, eso es lo que pasa. De la soledad de vivir en un mínimo convento, con su mínima estufa y su refrigerador de poco volumen, se aprende a solazarse en la propia marca del reloj. La compañía de los hermanos de clausura, dos gatos, es más que suficiente: se les puede dar discursos muy sentidos y profundos sobre las complejidades de un mundo que no entiendo. Y ellos, solidarios mientras les sean servidas croquetas y compartido salmón en sus platitos, asienten a todo lo que diga, y dan su consentimiento a cualquier teoría, por más desproporcionada que parezca.
No es que no extrañe la compañía de un otro. No es que haga falta, de vez en cuando, que la extensión de la cama adquiera funcionalidad y sentido, y no sea solamente campo de batalla al momento de tender las sábanas y las cobijas. A veces ocurre que extraño una voluntad que me resista, y que sea más potente que el ronroneo matutino.
Pero, en general, el silencio en la madrugada, y la potestad de quebrarlo a cualesquiera horas, es un líquido amniótico en el cuál, poco a poco, se gesta una idea, o dos, o un quebradero de tesis que no pegan unas con otras.
No es que no extrañe el ser de la misma carne, de la misma sangre, con otro. No es que no llene la oquedad de la ventana que da a la noche con las imágenes de todos los hombres amados. Pero he aprendido a dominar tan bien ese arte, que ya hace tiempo que me complazco en el collage de manos y ojos que se fragua justo antes de abandonar la vigilia.
Quizás en otra época habría sido una muy feliz monja o monje en un monasterio alejado de las necesidades de éste, nuestro siglo. Habría pasado horas frente a las páginas que ensalsan a Dios, o que con la tozudez del santo Job, exigen la respuesta que se espera de su justicia. Y, a ratos, me habría tocado bajar a la cocina y coger un salmón, un pedacito nada más, y agradecer el don de poderlo deshacer con el paladar y la lengua... y un pedacito de toronja.
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