A veces sólo quiero encerrarme en un rincón que permanezca en silencio. Pero ni aún en la madrugada, cuando todo mundo duerme –incluso los gatos– consigo el tan anhelado silencio: un enjambre de moscas de todo lo más escandaloso del universo, va de aquí para allá dentro de mi cabeza. No puedo conseguir que guarden silencio, no puedo callarlas. No me dejan cerrar las ventanas de tal modo en que el mundo quede lejos, muy lejos. No puedo escapar. Todos me miran, todos.
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Llevo varias noches soñando lo mismo, más o menos, pero con personas diferentes. A veces me parece obvio que el sueño ocurra con A, con B me parece lógico pero me llama la atención, y yo misma no comprendo cómo C pudo colarse dentro del sueño. Luego digo ¿y por qué D no ha salido en el sueño? y para pronto aparece, como tiene que aparecer: vestido de traje y sin corbata... como corresponde.
El sueño trata siempre de que beso a un hombre casado. Es evidente que estoy rodeada de demasiados hombres casados no demasiado feos, pero en el sueño la peripecia se desata por su condición de imposibles, prohibidos, de todo a escondidas... no porque sean bellos. Otro elemento común de esos sueños es que lo más deseado tiene poco qué ver con el sexo en sí, sino con el afecto: es lo que se dona, lo que se me regala en cada sueño. El beso, en cada uno de los sueños, solamente es la realización de un pacto de afecto y con eso me doy por satisfecha.
Luego viene la huída. En todos los sueños, después del beso, tengo que pegar la carrera. A veces correr literalmente antes de que me alcance alguien pero ¿quién? nunca queda claro. ¿Una esposa furibunda? No, no: ellas no me persiguen. Ellas están siempre detrás de la pared o de la puerta, o a punto de doblar la esquina, pero no son ellas las perseguidoras. A veces no se trata de correr, sino de evadir todas las miradas, de esconderse constantemente de todos los rostros conocidos.
En el único sueño donde la ocasión para esconderse nada ha tenido que ver con la esposa fantasma, fue anoche que soñé con D. Ahí no había modo de huir: me daba cuenta de que caminaba por toda la ciudad totalmente desnuda. De pronto andaba así toda encuerada, de pronto traía una playera, y la alargaba lo más posible para tratar de cubrirme las partes pudendas (pudendas... qué chistosa palabra). Y caminaba y caminaba y me recriminaba una y otra vez cómo es que me había salido a la calle así.
¿Por qué el sueño siempre es el mismo, pero con todos ellos diferentes? Todos ellos son gente grande (nacida en la década de los sesenta). A todos ellos los quiero, de una u otra manera. A todos ellos los sueño según sus modos, según los propios símbolos que tengo de cada uno en la cabeza... pero cuando me los encuentro de carne y hueso, se parecen muy poco a las efigies oníricas que de ellos guardo. El A real es como el lado luminoso del A onírico. El A onírico es como una enorme fuerza que me arrastra y me enerva toda. En cambio el A real es sencillo, simpatiquísimo, buenaondita... aunque a veces lo rodean algunos silencios, algunos destellos de oscuridad.
El B y el C no tienen mucho sentido que los describa porque a sus versiones diurnas poco las trato y menos las conozco. ¿Cómo compararlos? Hablar de ellos, en todo caso, serviría para entender cuál es la verdadera naturaleza de aquello que se manifiesta encarnado en ellos. ¿Papá? ¿El hueco que dejó el Danilo, es decir y como dice Paco, la presencia masculina abstracta? Quizás.
¿Y D?
D apareció en traje y sin corbata. Es el D de los primeros tiempos, no el D de ahora. No hay nadie más soñado y paseado por mi subconsciente que D: tanto así que lo primero que me llamó la atención de la cadena de sueños es que tardara tanto en aparecerse. Y se apareció de tal suerte que, sólo con él, la prohibición no era causa de que estuviera casado: estaba simplemente prohibido. Y al salir no había modo en que pudiera esconderme de quienes no debían verme: salía desnuda y así andaba por ahí.
Quizás todos ellos no sean sin imagen de alguien más. Quizás solamente sea una voz, más básica, obvia y triste: estás sola, esponjita, y así sola te vas a morir. Porque ¿quién, en su sano juicio, volvería a firmar un pacto que la va a dejar desmembrada y desperdigada a lo largo de los siglos y a través de las galaxias? ¿Quién en su sano juicio, un juicio que se sabe enfermo, va a ponerse de nuevo en las manos de otro para que la vuelvan a destrozar? Y peor aún: si el agente de tu destrucción –esponjita estúpida– no fue el Danilo sino tú misma, tú, ¿cómo escapar del destino funesto? Enferma esponjita, esponjita estúpida... siempre con la cabeza llena de moscas.
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Vosotras, las familiares...
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