Por culpa de Houellebecq...
¿Qué significa no ver todo como negro o blanco, sino aprender a ver los grises? Quienes vemos todo en negro o blanco solemos entender que se trata de una violación del principio de no contradicción. O aceptar un mundo vago donde los límites son difusos y todos somos unos tibios que seremos vomitados de la boca del Señor. Pero no, no se trata de eso, sino de un asunto de complejidad. Al decir que no todas las cosas son blancas o negras estamos diciendo que son mucho más complejas de lo que esperábamos. Eso es todo.
Las relaciones interpersonales son muy complejas. En ellas se mezcla el deseo y la necesidad que tenemos de cosas que sólo podemos obtener de otras voluntades, y la voluntad que tenemos de procurar a los otros. O mejor dicho, la red que genera las relaciones interpersonales está compuesta de hilos donde los otros son fines de nuestro actuar desinteresado y al mismo tiempo son medios para satisfacer nuestros intereses.
El ideal del amor totalmente desinteresado implica ya, desde sus primeras formulaciones en la historia, la anonadación del yo; id est la anulación de la voluntad propia en función de la de otro. Del mismo modo, la idealización del egoísmo absoluto implica la anulación de una voluntad que se nos opone para volverla medio de satisfacción de nuestros fines. Ese ideal está representado en la idea de sacrificio, y el objeto predilecto de ese tipo de amor, es Dios. Hay, sin embargo, otros ejemplos más concretos donde suponemos que ese ideal se realiza constantemente, como el amor materno.
Pero si en la realidad ni el amor materno funciona así, mucho menos relaciones que suponemos son menos sacrificadas, como las relaciones de pareja o las mismas amistades. Ningún tipo de relación interpersonal es realmente tersa del todo porque su salud depende de una negociación constante donde el intercambio consiga establecer un equilibrio satisfactorio entre lo que se da y lo que se recibe.
Desde luego no basta que el intercambio esté equilibrado para hablar de una buena relación interpersonal: incluso las más violentas y vejatorias están basadas en un intercambio de este tipo. Ahí simplemente ocurre que el trato es demasiado dañino para una o ambas partes. Por el contrario, una relación saludable no depende del equilibrio del intercambio (si hay relación, hay intercambio equilibrado) sino de la mecánica misma de éste.
Las piezas que conforman la red de intercambio de una relación son muchas y, por lo regular, la mayoría de ellas están ocultas bajo la sombra de lo inconsciente y de lo asumido. Por eso cuando nos sentimos usados por el otro, o cuando sentimos que no se nos trata como merecemos, es necesario lanzar un doble análisis. Uno conlleva la discusión con el otro, pero es preferible discutir después de haber analizado qué es lo que en realidad queremos del otro. No vaya a ser que le estemos exigiendo al otro algo de lo que ni nosotros somos conscientes... algo que el otro no tiene porqué darnos... algo que el otro ni siquiera está en posibilidad de darnos.
Nunca vamos hacia una relación de a gratis. Siempre llevamos un pequeño pliego petitorio y, del mismo modo, sabemos que el otro tiene el suyo. Quizás seamos afortunados y la negociación se dé sin gran alboroto y casi sin palabra que medie. Pero hay que saber muy bien, antes que nada, qué es lo que escribiremos ahí.
¿Qué sí se debe pedir, qué no? No hay una maldita regla que nos permita hacer un buen pliego petitorio. Es ahí donde comienza a ponerse gris la cosa. Quizás una buena idea sea pedir lo que realmente pueda darnos el otro, pero ¿cómo saberlo? No hay manera. El otro puede darnos status, puede darnos una gran dote, puede reafirmar nuestro narciso, puede lavarnos la ropa y hacernos de comer, puede arreglar el motor del automóvil, darnos hijos, puede unir nuestro reino con otro para forjar el Imperio Español. ¡Es complicadísimo!
No hay un encuentro entre dos seres humanos desnudos desprovistos de su contexto. No existe tal cosa como un amor desinteresado de las condiciones materiales y concretas que nos rodean. Los intereses comunes, el patrimonio común, la situación común juegan un papel central en el éxito del establecimiento del contrato entre dos (o más) personas. Incluso la amistad más entrañable está regida por ese contexto, y justamente porque siempre nos son opacos los intereses y necesidades de los otros, la negociación constante es lo que mantiene viva la relación. Hay que pedir, hay que ceder, y solamente así puede mantenerse aceitada cualquier tipo de relación.
En todo caso madurar es aprender que todo es mucho más complejo de lo que al principio creíamos. De repente el manual con el que nos guiábamos deja de funcionar y no nos queda otra que volvernos, obligadamente, arquitectos de nuestro destino. Arquitectos, ingenieros que tenemos que usar las tres neuronas que tenemos para resolver problemas que simplemente jamás se nos había ocurrido que íbamos a enfrentar. Y eso aplica a todo, incluyendo el cómo aprender, otra vez, a relacionarnos con los demás.
El mundo es de los arrojados... o de quienes aventados sin más al mundo, se atreven a arriesgar lo que creía tenía seguro. Si, ultimadamente, el quid de la felicidad estriba en vencer la angustia, debiéramos aceptar estoicamente la complejidad del mundo. Porque su complejidad es algo que nos causa angustia justamente porque entre más complejo es algo, menos inteligible nos es. Se trata de aceptar que jamás podremos estar totalmente seguros por más que nos esforcemos. Si eso no sirve para liberarnos totalmente de la angustia, al menos sí la disminuye bastante.
Y, bueno, si algo complejo hay en el mundo son las relaciones interpersonales. Pero ¡ah! ¡animalitos gregarios que somos! estamos condenadas a ellas. Tan dulces, tan terribles, tan todos los grados de gris que pueda haber...
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