Todos somos uno más del montón
hasta que alguien nos quiere.
El amor es lo que nos quita lo cualquiera.
Hubo una época cuando, con una pequeña fragua, los niños podían jugar a fundir lo que tenían más a la mano: botones de plata o plomo. Así comienza la novela de Peer Gynt, en relación a la cuál se conoce mucho mejor la obra Grieg que la de Ibsen. Comienza con el pequeño Peer jugando a fundir botones, y termina con la amenaza del diablo de fundirlo como un botón, a menos que demuestre que alguien lo amó y que fue indispensable para alguien. Es curioso que en el fondo no importa para quién sea importante, sino que el único importante es él y aquél mediante quien pueda ser importante. Y los habemos quienes transitamos la vida entera con el terror de que, al dejar de ser amados, seremos fundidos como un botón.
Los habemos, pues, quienes ciframos el todo de nuestra identidad en ser alguien para alguien, lo cuál tiene un componente sumamente perverso. Somos, por ejemplo, incapaces de reconocer, en el amor que nos brindan los otros, la generosidad espontánea. Creemos que el amor no se nos otorga no como dádiva graciosa y generosa, sino como reconocimiento al mérito de ser especiales. Creemos que el amor se negocia, y que si alguien nos deja de amar de repente es, o bien porque es un injusto que se niega a ceder ante el imperativo de nuestra existencia, o bien porque en realidad ya no somos nada. Somos incapaces de corresponder al amor, porque recibirlo es condición indispensable para sobrevivir. Y entonces lo instrumentalizamos; lo devoramos, hambrientos, para no sucumbir por inanición. Somos unos miserables que lamemos el suelo para sorber hasta la última morona de afecto... y que en ese acto queremos ver una evidente humildad que no es sino absoluta soberbia.
Pero a veces ocurre el milagro: nos enamoramos. Aparece ante nosotros alguien cuya existencia irradia una luz tan brillante, que su poder trasciende la mera capacidad de hacernos visibles. Y la opacidad de la propia alma se vuelve lisa y pulida, y uno no quiere otra cosa sino ser espejo. O mejor dicho, hubo una vez en la que me enamoré. Y aunque cedí mil veces a la tentación de querer que me mirara y que me iluminara a mí (sólo a mí), y que me retorcí de celos, y se me retorcieron mil veces las entrañas porque se negaba a mirarme sólo a mi... a pesar de los dolores y tormentos con que su desdeñosa mirada, altísima y altiva, me hería, no podía dejar de amarlo; fuera de mí, más allá de mí. Y no pude sino tratar de ser espejo para, anonadada, sólo proyectar la luz con que me inundaba. Y entonces me encendí...
Pero el amor es un milagro. E incluso el Sol –¡oh, malvada ciencia de lo preciso!– se apaga. Se agotan las energías, se acaba el combustible... y uno regresa a un estado que no sé si sea ataraxia, o armonía, o simple vejez y cansancio. Regresa uno a su órbita... y a sus vicios viejos.
Y el amor de los otros se nos acerca, generoso, gratuito, y uno no sabe qué hacer con aquello. ¿Cómo responder a un acto de generosidad, gratuito? ¿de qué tamaño será la deuda que uno va a acumular ante el salto de fe que hace que un desconocido ponga una confianza tan grande como un cheque en blanco? Si no soy nada, si nadie me ha amado en virtud de lo que soy (y eso a su vez prueba que nada soy) ¿cómo voy a pagar tanta confianza?
***
Cuando Daniel se fue, una de sus razones que me dio fue que mis expectativas sobre él eran demasiado altas. Ante aquello, yo me quedé muda... no pude hilar ni una idea ¿qué diablos quería decir eso? No lo entendí quizás porque paradójicamente yo veía el mundo exáctamente de la misma manera: si yo podía ser amada es porque soy extraordinaria, porque el alma del otro padece la forma poderosísima de mi ser... simplemente no concibo un alma cuyo amor sea pura actividad, puro desbordamiento, puro dar.
***
Entonces ocurre algo terrorífico: del otro lado del mundo viene un señor que no sabe nada de mí, que no me conocía, pero que me pide que lo llame por su nombre de pila, y me abre las puertas de la tierra de la miel y la leche. Y como aquello no me lo he ganado ni me lo merezco, estoy aterrada. ¿Y si no doy el ancho? ¿me fundirán en la fragua?
2 comentarios:
Oyeee....
A dar el salto. Tú misma sabes de la importancia del sin por qué y que eso de dar el ancho no sirve. No es un concurso.Para todos y cada uno que pasen cosas así es un milagro. Yo no sé porque damos por hecho que nos podemos encontrar realmente encontrar, comunicarnos realmente comunicarnos y andar juntos, realmente andar juntos. Si es dificilísimo. Todas esas cosas se hacen y rehacen continuamente, pero lo que es un don es la disposición. Que alguien quiera y esté dispuesto de verdad. Y sí, es un milagro (los que a mí me interesan de verdad) y un misterio porque no es por algo que uno haga o merezca sino por un no sé qué que en mi imaginario tiene que ver con la gracia. También es así cuando uno se enamora ¿por qué desata cosas en ti ese Valerio que a mí ni fu ni fa? La cosa es, Esponjita, que no pienses que lo inexplicable cae sólo de por qué el otro te ama. Lo inexplicable (lo irreductiblemente singular del otro e imposible por tanto de capturar con el concepto) ese no sé qué que hace que ese otro y no cualquier otro nos mueva, es también lo irreductible de que que tú lo ames a él y no a cualquier otro. Aunque usté muy a posteriori nos cante el racimo de las virtudes de Valerio o del misterioso caballero, eso no es.Es un a posteriori que sólo justifica retrospectivamente su elección. En fin, los milagros en este caso no se juzgan, se viven. Viva pues.
Enamorarse es acaso el más grave riesgo de la existencia, pero tiene que ver incluso con la supervivencia de la especie. Hay que dar ese paso, que además, cuando se gesta, resulta prácticamente imposible de rodear, no hay más que pisar encima de él y ser valiente y deseoso de disfrutar de la existencia.
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