24 mayo 2011

Dresde (percepciones accidentales)

Es martes. El cuento prometido. Sólo unas notas (¡argh! ¡notae!) antes de copiarlo y pastearlo.

Esponjita ha estado de un humor de perros. Ello se debe a a) está progresivamente dejando de fumar. b) está a dieta. c) sí, además de hacer ejercicio está a dieta y no falta el presumido que presume no haber estado jamás a dieta. d) esponjita quería tomar clase con el presumido el miércoles, pero tiene que estar en el IIFs cumpliendo con sus obligaciones. e) esponjita está atragantándose con el latín. f) esponjita... extraña a sus gatos.
Por todas esas razones está de malas –bueno, por (c) no– pero, no sean malos. Denle chance. Su rodilla probablemente no resista otra sesión de spinning. Y ya va a sacar su credencial de ex-alumno de la UNAM, porque esponjita ya está hasta la madre de los gimnasios de barrio... ejem... digamos que la YMCA es como la Ibero o el Tec (cuyas bibliotecas son ridículas, pero siempre hay papel y jabón en los baños), y el gimnasio al que voy es algo así como la Universidad Insurgentes o el Instituto ICEL. Extraño mi alma mater... ¡volveré a tus instalaciones!

Bueno. Basta de plática. Ahí está el cuento. Quizás esté menos mono, pero... en fin. A ver qué les parece. Salú.

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Dresde (percepciones accidentales)

Gedanken ohne Inhalt sind leer,
Anschauungen ohne Begriffe sind blind
KRV.


Proemio

Oigo tus pasos
Oigo tus pasos y cierro los ojos y hago como que te miro. Y en la oscuridad imagino los volúmenes de tus pies andando por el piso…

Si uno oye caer una cucharita al piso, su imaginación vivamente “ve” el metal brillante golpear contra el mármol. Pero uno no ve nada. Oye. Oye un ruido que ha aprendido está relacionado con el brillo de las cucharitas y la tersura dura del mármol. El ruido es signo de algo que se miró antes. No ocurre así con el volumen de la cuchara, que viva y directamente siento con los dedos o miro con los ojos. Los volúmenes son misteriosos. Se miran y se sienten. Pero no se oyen. Se oye la distancia y la amplitud del espacio gracias a la estereofonía de un par de oídos. Se oye lo lejos y lo cerca gracias al eco. Pero no se oyen directamente los volúmenes que pueblan el espacio auditivo. De ellos sólo tenemos signos.

Oigo tus pasos ¿a qué horas fue que aprendí el ritmo y el tono de cierto tipo de golpes contra el piso, y los hice signo del volumen de tus pies, tus piernas, tus caderas, tu torso, tus espaldas, tu cabeza y… tu alma?

(Aquí habría que citar a Saint-Exupery y su zorro)


Carta

Tú no sabes lo que yo sé. Tú no sabes cómo fue que antes ya viviste y fuiste otro tú. Yo tampoco sé el cómo y, en verdad, no me atrevo a decírtelo porque no sé explicarte el cómo. Y sin “cómo” no seré verosímil y me tomarás por loca en el mejor de los casos. En el peor, quizás, creerás que es una pésima estrategia de seducción; y peor que loca sería charlatana.

Pero no, no me interesa seducirte. Porque la yo que soy no está interesada en el tú que eres. Pero la yo que fui –o que fue, para ser más coherentes con la situación– ella estaba loca por el tú que fue. Ellos, entonces, quizás se amaron locamente. Pero si ese par de Ortega y su compinche Gasset han de tener razón sobre el “yo” y las “circunstancias”, el tú que eres no es el tú del que el yo que fue se enamoró. Y la yo que fue no se enamoraría del tú que eres y… ¡Dios! ¡qué complicado es todo esto!...

Del yo que fue y del tú que fuiste no recuerdo volúmenes ni texturas. No recuerdo colores ni olores, ni el sabor de lo que comimos juntos. Eso no es lo que recuerdo, porque las notas y noticias que tengo del “tú” que fue no son sensibles… trataré de explicarlo mejor. ¡Pero qué difícil!

Todo esto de la reencarnación comenzó cuando vi una telenovela colombiana que se llamaba “La otra mitad del Sol”. Fue entonces cuando creí que aquél sueño era signo de otra cosa.

El sueño. Sí… era un sueño que me acompaña desde que tengo memoria. Cae un avión y yo lo contemplo. Pero siempre falta una pieza por caer y entonces despierto. El sueño es siempre el mismo pero el paisaje cambia. ¿Cómo explicarlo?

Cada vez el avión es diferente. Cuando mi lenguaje cinematográfico fue aumentando, los aviones fueron cambiando y perfeccionándose. Un jet, un Boieng, un Concord… cualquier película o documental sobre accidentes aéreos aumentaba el repositorio de “aviones” con los cuales soñaba. Durante algún tiempo, cuando caí en cuenta del fenómento, traté de recordar los primeros aviones que soñé, pero no lo conseguí.

Casi podría aseverar que el primer avión fue ese gris de juguete, como de la segunda guerra mundial, que el niño ese en el kinder garden no me quiso prestar so pretexto de que no era un juguete para niñas.

El asunto, pues, es que no consigo recordar cómo era el avión con que soñaba antes. Pero seguramente hubo uno, basado en otro modelo anterior, pues sé que peleaba con aquél niño por un “avión”: sabía jugar con él, tenía que volar y sabía que lo que vuela puede caer. ¿Pero por qué no recuerdo cómo era el avión del sueño antes de ese avión? Y sin embargo sé que ya antes, mucho antes, había soñado con el avión que caía, y que siempre faltaba una última pieza por caer.

Así que cuando vi el culebrón aquél se me ocurrió que, acaso, era un sueño de una vida pasada. Entonces yo no tenía tantos pruritos materialistas.

No es que fuera hija de fisicalistas, pero era hija de físicos, lo que, al fin de cuentas, era casi lo mismo. Así como Einstein, mi madre le dejaba un espacio a Dios y al Salmo 23, pero mi papá renegaba de toda entidad que no pudera ser descrita bajo el lenguaje de la física.

¿Por qué el cielo es azul? no es lo mismo que preguntar ¿por qué vemos el cielo azul?. La segunda es una pregunta más compleja y con un fuerte sesgo escéptico del que mi papá no advirtió a tiempo.

Así que la respuesta tenía que ver con los átomos de nitrógeno que se excitaban y absorbían la luz, para luego dejar libres unos fotones muy excitados, y por lo tanto “azules”.
Pero no es que fueran azules: mi papá tuvo a bien explicarme el asunto de la longitud de onda. La cosa es que con cierta longitud de onda, el fotón loco llega y golpea al ¿bastón o cono? ya se me olvidó. Pero golpea a la célula… ¿y cómo golpean los fotones? Por el efecto foto-eléctrico, fenómeno por cuyo descubrimiento le dieron el Nobel a Einstein.
El fotón golpea y desprende unos cuantos electrones. Eso es golpear.
Y ¿luego? el golpazo electrónico que recibe la célula es “traducido” a impulsos eléctricos. Y esos viajan por el nervio por las diadas sodio-potasio, hasta el cerebro. Y ahí aquello se convierte en azul.

Mi papá es más radical que Putnam y Feyman juntos: si uno siente que ve azul es porque hay algo azul frente a uno. Y se acabó.

Pero papá: si acabas de decir que el azul es la locura organizada de un fotón todo loco y que en sí mismo el fotón no es azul, y que por ello los objetos no son azules, y que en realidad ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo ni es azul… ¡¿Qué es el azul?! Porque no son azules las oscilaciones de las neuronas que se mueven cuando vemos el azul… ¡¿qué es el azul?!

Pues algo subjetivo.

¡¿Y qué es eso subjetivo papá?!

(Una tiene que estudiar filosofía para que le tomen en serio esas preguntas… otros filósofos… )

El asunto es que mi fisicalismo tenía muchos agujeros causados por la incapacidad de mi papá para darle lugar en su ontología al azul. Así que en ese hueco cabía perfectamente la hipótesis de la transmigración de las almas. El alma: aquello donde se da el azul qua azul interpretado.

Seamos honestos: a los 17 años la teoría de la trasmigración de las almas cabía muy bien junto a las teorías de mi abuelita de que uno sueña con el futuro. Ella no sólo lo aseveraba sino que las pruebas que de ello daba superaban con mucho la mera estadística. Y si la estadística es parte del método experimental, no había contradicción entre sus sueños del futuro y el determinismo del demonio de Laplace. Sólo había qué explicar cómo es que hay almas que ven hacia delante… y cómo lo hacen. Así que “La otra mitad del Sol” sólo alteraba un poco las teorías: si había almas que veían para adelante ¿no habría algunas que miraban hacia atrás?

Algo me había enseñado la novela: si hay trasmigración de las almas, y ese es un hecho real del mundo, debería también de tener leyes y obedecerlas. Y mi análisis del sueño y su desarrollo a lo largo de mi vida me había enseñado la primera de todas ellas: uno no sueña con imágenes del pasado. Ello concuerda con la autoridad de Aristóteles: nada hay en el alma que no haya pasado primero por los sentidos.

Las palabras del Estagirita en mi fenomenología de la trasmigración de las almas, entraban de esta manera: uno no pude afirmar que recuerda imágenes de vidas pasadas. En ese caso, citando el De anima, aquellos reencarnados en un ciego de nacimiento sabrían de “qué color es el viento” y… pues no, no es el caso. Y uno, entonces, no puede recordar nada que haya entrado por los sentidos. En pocas palabras, uno no puede recordar nada que dependa de la experiencia; luego, no recuerda idiomas. Las lenguas se “aprenden” porque se necesita de la experiencia.

Bueno, ok, todo esto no parecía abonar nada a favor del caso de la reencarnación. Son puros límites negativos: uno no recuerda el azul, ni la forma del avión, ni un idioma. Entonces ¿qué era eso que servía de estructura a mi sueño del avión que caía y que no terminaba de caer? Sea lo que fuere, era algo que se “llenaba” con mis percepciones de “esta vida”, pero que la antecedía.

¿Y qué podría ser eso?

Mi método empírico-fenomenológico iba viento en popa hasta que entré a la carrera de filosofía y lo fui dejando en el olvido. Pronto aquél sueño fue tachado por los freudianos de algún miedo reprimido o cualquier otra alucinación. Y abandoné mi fructífera investigación cuyo único objeto de estudio era yo.

Hasta que ocurrió lo que ocurrió. Y por primera vez en toda mi existencia onírica, el sueño sufrió un cambio.

Un día, después de haber conocido a aquél chico de los ojos verdes, el sueño no terminó con la caída del avión y la expectativa de la pieza que faltaba. El chico aquél me tomaba de la mano y me llevaba a alguna suerte de refugio. Ahí lo miré a los ojos y entonces desperté. Desperté con la certeza de que los ojos con los que había soñado no eran los del modelo real, sino con otros que jamás había visto.

Y fue entonces cuando hice el descubrimiento más importante: la expectativa de la caída de la pieza faltante era simplemente que el sueño no se había acabado ahí. Siempre despertaba a “medio sueño”, siempre sin que se terminara. Y ver “sus ojos” que no eran suyos, me dejaba exactamente la misma sensación.

El sueño con aquella addenda, pronto se comprobó, sustituyó al que terminaba con la caída del avión, y fue cuando abandoné mis pruritos fisicalistas y busqué a un hipnotista… bueno, ¿qué quieren? mi método estaba muy influenciado por “La otra mitad del Sol”.

Obviamente el psíquico no estaba dando resultados. Ya me había descubierto dos o tres traumas de mi primera infancia e incluso había descubierto mi infundada fobia a los escarabajos verdes, pero nada de una vida pasada. Estuve a punto de perderle totalmente la fe a mi hipótesis... hasta que te conocí… y conocí esos ojos que sólo había visto antes en el sueño.

Deja te explico. No es que los “viera”: ello violaría la misma ley que ya había descubierto. No es que al verte a ti por primera vez hubiera “visto” los mismos ojos que soñé. No.

El quid del sueño es que trataba de averiguar de qué color eran los ojos de mi salvador y entonces despertaba con la incómoda sensación de no haberlo averiguado. ¿verdes o marrones? me descubrí murmurando varias veces al despertar… era eso: la duda de qué había visto, no es que hubiera visto nada.

No. No fue el día en que te conocí. Me acuerdo perfectamente del día en que te conocí por el contraste. Estaba yo parada sobre el descanso de las escaleras viendo cráneos subir y bajar. Entonces vi una cabellera y yo esperaba luego ver el rostro de un viejito. ¡Cuál fue mi sorpresa al ver un rostro muchos años más joven de los que anunciaba aquella cabeza blanca! Y para colmo de males, aquél contraste se dirigió directo al salón de clase y tenía toda la pinta de ser el profesor…

Pero no, no fue entonces cuando ocurrió. Tuvieron que pasar muchos meses para que se diera aquella especie de revelación onírico-pitagórica.

Y fue una tarde de primavera. Sé que era primavera porque la jacaranda estaba rebosando de flores moradas. Y sé que era tarde porque el Sol estaba ya muy inclinado. Y aquellas impresiones sensibles quedaron muy fijas en mi memoria y me permiten hacer muchas inferencias. Y todo era muy normal hasta que volteaste de tal manera que te miré ni de perfil ni de frente… bueno: de tres cuartos. Y todo el sol te dio en la cara sin deslumbrarte.

¡Ok, ok! ¡entonces la impresión que quedó fue muy de esta vida! ¡maldita sea la hora en que volteaste así! porque tenías el cabello ligeramente largo y se te hacía un riso sobre la oreja y por poco pareciste un grabado de Doré. Y tenías una camisa de cuello alto y era blanca con rayas ¿rosas? ¿melocotón? ¡no sé! ¡no sé! ¡Sólo recuerdo tu rostro de tres cuartos, con el sol de frente y el riso sobre la oreja! Está bien! ¡lo admito, lo admito! Tu rostro de camafeo me puso en el mood para la revelación.

Porque fue entonces que un rayito de sol se coló por tu córnea e iluminó tu iris, y tus ojos me parecieron verdes. Y me sobresalté: ¿cómo no me había dado cuenta de que tenías los ojos verdes? Pero el maldito rayito de sol cambió y luego me parecieron marrones. Y de nuevo verdes, y de nuevo marrones, y de pronto ya no te estaba poniendo a nada de atención a lo que decías.

Y ¡maldita sea la hora! guardaste silencio y te quedaste petrificado justo en el punto donde tus ojos dejaron de ser verdes o marrones y se volvieron indescifrables. Y en ese instante, como un golpe inmaterial y poderoso, el sueño volvió con toda su fuerza y me arrastró hasta lo más hondo de mi memoria: ¡esos eran los ojos con que había soñado!

Y fue cuando comencé a soñar con aquellos ojos “jaspeaditos”. Pero lo jaspeado no era lo central del sueño, así como lo importante de los aviones no es que fueran un Boeing o un Concord. Era la duda, la incomodiad de no saber de qué color eran. Y esa noche de los ojos jaspeados e indescifrables, el sueño avanzó un poquito más:
Nos habíamos refugiado en una especie de búnker. Una lámpara de luz incómoda apenas me dejaba ver el color de tus ojos. Tú volteabas y hablabas pero no recuerdo qué decías. Yo trataba de averiguar el color de tus ojos. Entonces un gran golpe estremeció todo y me abrazaste. Algo dijiste. Y no puedo recordar las palabras pero sé exactamente qué dijiste. Me juraste que volverías y me acabarías de contar el cuento.

Desperté.

Y corrí con mi psíquico de cabecera y le conté todo el sueño de un jalón. Algo comprendió él porque al fin dio con el método para ir extrayendo los “recuerdos”.
No, no se trataba de que me hipnotizara. Ello había fracasado estrepitosamente (pero las secciones de hipnosis siguieron, porque eso me estaba resolviendo problemas muy vitales de esta vida). Se trataba de ‘estimular’ los sueños de tal modo que la historia siguiera desenvolviéndose.

Por supuesto, había un problema: los sueños tiene una longitud determinada. Es decir, la parte ‘informativa’ de mi sueño eran sus últimos segundos justo antes de despertar. Por eso los recordaba tan claramente. Si el sueño era ‘estimulado’ desde antes, no tendría caso, porque no podría recordarlo. Todo dependía de los últimos segundos. Y la idea del psíquico fue interesante: bastaba con juntar suficiente información en esos últimos segundos para ‘ubicar’ el dónde y el cuándo. ¡Si lo lográbamos, podríamos demostrar que aquellos eran “recuerdos” y realizar una investigación histórica!. Con suerte existirían documentos de las personas que yo había sido. Aquello era muy emocionante.

Pero antes de continuar nuestras investigaciones y para que él estuviera dispuesto a proseguir con el proyecto, me hizo una advertencia muy clara que yo tenía que seguir:
“Quizás sea él el mismo con el que sueñas, pero nadie lo asegura. Por alguna razón él estimuló aquellos sueños, pero igual pasó con el chico de los ojos verdes, así que no debes creer que necesariamente sea él.
Además: no se te olvide que aunque él fuera el mismo de tus sueños, no es “él”. No es ése al que ves ahora y con el que convives. Aunque él sea la reencarnación de aquél con que sueñas, no es “él” ¿entiendes?. Del mismo modo no todas esas memorias que tienes son tuyas: son de otra persona. Lo que la “tú” de aquella época comparte contigo es, en todo caso, una especie de “yo” trascendental. Pero “ella-tú” es una persona que vivió otras experiencias y estuvo en otras circunstancias, y por eso no son la misma, ni reaccionan del mismo modo. ¡Tuvo otro cuerpo! Quizás era depresiva o maniaca, o a lo mejor era más sana que tú. No se te olvide que “ella-tú” no eres “tú-tú”.
Además, aquellas son memorias de aquellos que vivieron entonces. Si ellos se enamoraron o si él era tu papá o tu hermano, o lo que sea, eso no quiere decir que aquél vínculo tenga que existir ahora. ¡No hay karma ni leyes morales ni afectiva ni querencias que sobrevivan a todo esto!. Vamos a hacer esta investigación de un modo científico, y más te vale no andar proyectando sobre el “él de ahora” el “él del pasado” ¿está claro? Los afectos pasados se evaporaron con sus cuerpos pasados” me dijo el muy maldito foucaultiano.

Y ¡qué dificíl ha sido que todo esté claro! porque “Tú” de ahora es sólo un signo del “otro-Tú”. Y así como el sonido de las cosas que caen son sólo signos de ellas y no sus percepciones directas, “tú-de-ahora” se ha vuelto signo de “tú-de-antes”, y el corazón se revuelve para no caer en la confusión de confundir al signo con lo signficado.

Eso es más o menos la historia de cómo fue que comencé a reconstruir los recuerdos de esos que no somos pero que fuimos.

3 comentarios:

Felicidad Batista dijo...

Esponjita, de la lectura de tu ralato se deduce un gran esfuerzo por explicar al lector algunos aspectos de la trama. Lo que te lleva a adentrarte ampliamente en los aspectos filosóficos, lo que no está mal, solo que, desde mi modesto punto de vista, tal vez fuera necesario una cierta contención o síntesis, a los efectos de evitar la dispersión. Solo te lo comento a efectos de que lo valores, nada más. Muy interesante resulta las reflexiones, pensamientos, disquisiciones del personaje que nos ilustra las motivaciones internas de los acontecimientos. Aunque, tal vez, deberías dejar que el lector se lo trabaje un poco más. Felicitaciones por el relato y ese trabajo indudable que subyace en la primera y segunda parte.
Un abrazo

Esponjita dijo...

Oiga: tiene toda la razón. Si por algo no me había gustado tanto este texto. La franca verdad acabé metiendo asuntos de mi tesis. Quería, ejem, que fuera algo así como un cuento de filosofía-ficción. Pero ciertamente tengo que plantearlo de otro modo. Déjeme "lo mastico" un poco más. Y hondamente agradezco la "crítica"... je... muchas gracias por tomarte el trabajo de analizar y dar un muy buen juicio.
Seguiré trabajando. Un gran abrazote.

Felicidad Batista dijo...

Esponjita, no es una crítica, es una sugerencia y sí me parece interesante ese enfoque de filosofía-ficción. Trabájalo y lo vemos. Me gusta tu trabajo que sigo con interés.
Un enorme abrazo, amiga