13 junio 2011

De cómo 'puta' es un insulto metafísico (la marcha de las putas)


Hoy debí ir a una marcha: “Marcha de las putas”. No lo hice: tenía que comenzar a leer De visu y De auditu de Alberto Magno. Pero tampoco lo hice porque ¿a qué viene esa marcha en estos momentos? ¿no debimos ir a marchar en solidaridad a la caravana de Sicilia. Bueno, pero eso que digo ¿no son puros pretextos? Porque motivos para esa marcha aún los hay.

Más de una vez el violador ha argumentado que fue ‘ella’ quien lo provocó: iba vestida de minifalda.

Sin embargo hay que entender algo desde el principio: Quienes le damos el enorme poder al adjetivo ‘puta’ somos las mujeres. Somos quienes lo enseñamos a nuestros hijos y, sobre todo, a nuestras hijas. Somos quienes lo utilizamos como armas contra nuestras congéneres. Somos quienes nos dejamos definir por él y quienes definimos en función de él. Y somos las primeras que tenemos que terminar con él.

Comencemos aristotélicamente: puta se dice de muchas maneras.

• En el sentido primario, una “puta” es una mujer que comercia con su sexualidad.

• En un segundo sentido, es una mujer que ejerce su sexualidad fuera de cierto reglamento: ejercer la sexualidad sólo dentro de los linderos del matrimonio. Así, una mujer que tiene relaciones sexuales fuera de éste, casada o no, es una puta.

• Un tercer sentido, la versión light del segundo, es una mujer que se acuesta con más de un hombre, o como se dice coloquialmente, que es una mujer fácil. ¿Fácil para qué? que es fácil llevarla a la cama.

• Un cuarto sentido aplica sólo al modo en que lo usamos unas mujeres contra otras: puta es la que se mete con el marido/novio/pareja de otra. Evidentemente este sentido depende del segundo aquí definido; pero su fuerza radica en el dejo de ‘ilegalidad’ que comporta: “puta” es alguien que se mete con los bienes de otra mujer. Porque aquí el machismo inter-fémenino queda a la luz: en una sociedad donde el valor de una mujer depende de un hombre, “puta” es la que ‘de mala manera’ (¿y cuál sería la buena manera?) se mete con el patrimonio de otra. Es una ladrona.

El que más me interesa aquí es el cuarto sentido: porque el adjetivo es más dañino cuando se utiliza entre mujeres: si una mujer pierde su dignidad frente a otras queda absolutamente desprotegida. La última sala de apelación, en estos temas, son ‘el grupo’ de mujeres. Si después de deliberar las mismas mujeres llaman ‘puta’ a otra, ella está perdida y todo el peso de la ley puede caer sobre ella. Por eso no puedo evitar imaginar que la mayor parte de aquellas que iba a lapidar a María Magdalena eran, justamente, mujeres.
Más de una mujer que se autodenomina como ‘feminista’ ha caído en la tentación de llamar ‘puta’ a su rival de amores. ¿Por qué lo hacemos?

Porque sabemos exáctamente cuánto duele: es un insulto metafísico.

Y ¿qué tiene de metafísico? ¿no estoy exagerando?

‘Puta’ es un adjetivo capaz de arrebatarle la dignidad al adjetivado. Ser una ‘puta’ en cualquiera de los cuatro sentidos definidos, significa dejar de ser ‘fin’ en sí misma y volverse medio.

El adjetivo adquiere su primario y pleno sentido en una sociedad donde la dignidad de la mujer proviene del ser parte de una familia, i.e. de estar bajo la custodia de un varón, sea este el padre, marido, o cabeza de familia a la que pertenece (por ejemplo: una monja obtiene su dignidad de la congregación a la que pertenece y a la cual enajena su sexualidad, aunque ello signifique no ejercerla).

A partir de este esquema una ‘puta’ es una mujer que pierde la facultad de ser parte de una familia. Fuera de la familia pierde protección a su vida. Si ser puta le arrebató la facultad de ser parte de una familia, entonces lo que ha perdido es la facultad de ser sujeto de derechos y obligaciones. De aquí se sigue que la sexualidad de una mujer que no está dentro de una familia se vuelve un bien público. Luego, todos tienen derechos sobre ella.

El esquema que dibujamos antes implica otra cosa: que el hombre expresa su voluntad como agente y la mujer como receptora: ella puede decidir qué recibir y qué no, mientras que el hombre decide sobre qué actúa y sobre qué no.

Como el único poder que tiene la mujer es de abrir o cerrar las puertas de su sexualidad, su poder es negativo: aceptar a más de un hombre es volver pública su sexualidad y difuminar, por ello, los límites de su persona. Por ello el peso de su moral sexual recae en la capacidad de rechazar. Si una mujer rechaza conserva su dignidad pues mantiene resguardados los linderos de su persona, pero si una mujer no rechaza, es que carece de ella.

Por ello la voluntad de la mujer se reduce a la de acceder o denegar. Ello hace que sus capacidades se reduzcan a la resistencia que puede ofrecer, y de ahí viene el adjetivo hermano de ‘puta’: una “mujer fácil”, pues es fácil vencer su resistencia.

Ahora bien: ello no parecería tener ningún sentido en una sociedad donde mujeres y hombres son ciudadanos por igual; pueden votar y ser votadas, y pueden acudir ante un juez cuando sus derechos son vulnerados. Pero de hecho no es así. ¿Por qué? Porque, en la práctica, la sociedad (varones y mujeres por igual) siguen sin dotar de plena ciudadanía a una mujer, y de ahí viene lo que el adjetivo ‘puta’ tiene de dañino. La liga que tiene la moral sexual femenina con la dignidad de su persona no abandona, evidentemente, el esquema patriarcal del que hablamos antes.

Ahora bien: puta también es una acusación. Si ser puta fuera simplemente una capacidad de ‘rechazar’ ¿entonces de dónde vendría la acusación? Para ser culpable se necesita ser agente de alguna manera. Y para ello existe el concepto de ‘provocar’. Se acusa a la mujer de conocer el modo de actuar sobre la parte ‘irracional’ del varón. Por ello, el quid del término ‘provocar’ radica en que la mujer se vuelve agente de la acción que, luego, tiene el poder de admitir o rechazar.

Aquí surge, entonces, la ambigüedad, pues parece contradictorio que una mujer rechace algo que ha provocado. Es sobre la ‘agencia’ que implica el concepto de ‘provocar’ en la que reposan todas las injusticias del sistema judicial al tratar los casos de violación, y demás vulneraciones a la sexualidad femenina; pues, entonces, la acción del varón deja de ser voluntaria y, por ende, deja de tener responsabilidad sobre ella.

Ahora bien, al principio dije que la acusación de ‘puta’ que se da entre mujeres era la que más me interesaba pues es la más dañina. Para una mujer ‘ser puta’ es una acción ilícita que comete una congénere. Es, digamos, una acusación cuyo objetivo es despojar de toda dignidad a la acusada. Y todo ello depende de cómo, entre mujeres, hacemos reposar todo nuestro valor en la ‘posesión’ de un hombre. Para acusar de ‘puta’ a otra, primero debemos reducir nuestra propia dignidad a ser posesión de un hombre.

Cuando una mujer llama puta a otra, primero ha suicidado su propia dignidad.

Si un hombre abandona a su mujer por otra, la acusación femenina tiene un doble sentido: ¿Quién tiene la culpa de que un hombre deje a una mujer por otra? La mujer. Pero ¿cuál? Depende: la abandonada por perder valor (hacerse fea, vieja, etc), o la ladrona que lo arrebata por no ocultar su valor (dejar ver que es bonita, joven, etc).
Y para arrebatar tiene que ser agente: ser capaz de provocar. Y para provocar necesita ser atractiva y dejar verlo. Actuar, es decir, provocar, es dejarse ver, dejarse desear.

Y aquí surge toda la paradoja: una mujer es agente por pasiva.

Por ello, el insulto favorito entre nosotras es ‘puta’. Porque es el adjetivo que le quita todo el valor a la contrincante de un tajo. Al llamar puta a otra mujer, y conseguir el beneplácito de la comunidad, se vence a la otra. Es el insulto más fuerte que se puede hacer a un individuo en cuanto mujer. Llama al ostracismo femenino, y a la vulneración masculina.

Y por ello es un insulto metafísico: porque involucra la propia dignidad.

Nótese, todo esto en el caso en los feminicidios de Ciudad Juárez.
El concepto de feminicidio proviene del esquema que da a la mujer valor solamente como pertenencia a o de una familia. Cuando una mujer es asesinada por su pareja el caso no se investiga, pues quien es dueño de ella tiene poder sobre su vida: el esquema de la Familia romana.

Pero si fue asesinada por otro hombre lo primero que se averigua es si era una mujer de valía o no es decir, si era puta. Si era una puta pues no valía, luego, no es un asesinato contra una persona poseedora de dignidad. Y aunque el sistema judicial diga que se debe perseguir ese asesinato, la sociedad en general hace oídos sordos, desde el juez hasta los habitantes de una misma comunidad. Lo que hay ahí, digamos, es la confluencia entre un sistema judicial “moderno” y una sociedad patriarcal casi romana.

El caso de Juárez es mucho más complejo que simples feminicidios, pero no por ello dejan de serlo totalmente.

Los asesinatos no fueron perseguidos e investigados por muchos factores. Primero a causa de una red de corrupción que, con el tiempo, se ha hecho cada vez más evidente. En realidad no se persiguieron esos asesinatos por la clase social de las muertas y sus familias: eran obreras y carecían de poder para vencer el sistema de corrupción. Sin embargo la indiferencia de las autoridades trató de ser justificada apelando a todos los argumentos que se ciernen sobre la moral sexual femenina: se les acusó de un modo de vida ligero: ¿qué hacían tan noche ahí? era un modo de llamarlas ‘putas’ en sentido activo: se lo buscaron. Antes de la “criminalización” sin pruebas –como lo ocurrido en Villas de Salvárcar– se acudía simplemente a apelar a ciertos modos de vida para justificar su final. El argumento era: si son putas, no vale la pena desperdiciar recursos en una investigación. Acusarlas de ‘putas’ era una estrategia que pretendía desactivar a la opinión pública.

Ahora bien: el que ‘puta’ siga teniendo ese poder sobre la dignidad de las personas es un enorme peligro social, sobre todo si buscamos una sociedad compuesta por individuos libres con derechos y obligaciones iguales. Por ello ‘desactivar’ el poder de tal adjetivo es el primer paso para conseguirlo.

Una buena manera es desbaratar la escala axiológica donde ‘puta’ adquiere su sentido: es decir, hacer de nuestra sexualidad algo independiente de nuestra dignidad. Hacer que la sociedad deje de identificar la dignidad de la mujer –y en general de todos sus individuos– con su sexualidad. Ello implica hacer de lo sexual algo absolutamente privado y desligarlo del ámbito público. Pero ello espera a todo un cambio social. Y eso no ocurre gratis ni de la noche a la mañana. ¿Cómo conseguir tal cambio?

Aunque suene choteado, el cambio debe comenzar en nosotras mismas. Si hemos visto que las primeras en acudir a él somos las mujeres, lo primero que debemos hacer es dejar de utilizarlo entre nosotras. Y ello no sólo quiere decir dejar de llamar ‘puta’ a la primera que nos haga enojar, sino perderle el miedo también: es decir hacer que nuestra dignidad deje de depender de cómo enajenamos nuestra propia sexualidad.

El único modo de quitarle el poder a ‘puta’ es perderle el miedo. Salir a la calle y decir que las que marchamos somos todas ‘unas putas’. Si todas lo somos, ¿cómo organizar una escala axiológica en función de ‘puta’? Salir a la calle y decir: “ok, somos putas… y ¿qué chingados van a hacer al respecto? No les queda otra que aceptarnos así: putas, bien putas. Y nuestra dignidad es invulnerable a ello”.

Ni putas ni santas: sólo mujeres.

(Y acá, el corolario sentimental: si nos han puesto el cuerno, no podemos dejarnos llevar por el dolor para justificar el insulto. El dolor o el ardor, para ser más precisos, tiene que ver en realidad con una serie de instintos que sobrepasan nuestra comprensión inmediata (y muchas veces nuestros ideales sobre cómo debe funcionar el mundo). Sí: también nos traicionaron –o traicionamos. Sí, tenemos ganas de partirles la madre a ambos –o de que nos partan la madre para alivianar la culpa. Pero si perdemos el piso y acudimos –more doctor Chunga– al “elemento desarticulardor de la dignidad del enemigo” hay que recordar que nos estamos llevando nuestra propia dignidad entre las patas. Y vale más un “¡chinguen a su madre!”, que todo lo demás).

4 comentarios:

quique ruiz dijo...

Excelentísimo post.

Lata dijo...

Me encantó lo último de adueñarnos del término. Y sí: siempre hay que comenzar con nosotras.

No sé por qué a mí la palabra Puta no me parece tan ofensiva como tantas otras... será que ya le perdí el miedo? Será que me asumo como una mujer libre, responsable y muy sexual? Entonces si me quieren decir puta, me da exactamente igual... Sé que suena fuerte... lo sé... pero al final, las palabras tienen el poder que nosotros les damos, por eso me encanta tu final.

Saludos.

Sybila dijo...

Sin duda, gran post.

Pone el dedo en la llaga de la idea conservadora de "guardarse" (¿para quién o para qué?)

Y claro, si desde la educación familiar enseñan que el puta es un insulto, pues uno lo aprende y lo aplica para "encajar". Pero siempre hay mas opciones, siempre hay más discursos que ESE discurso dominante en el que, quizá, la familia ni si quiera ha pensado...

Esponjita dijo...

Quique: gracias por venir, leer y comentar. Sos un amor!
Lata: concuerdo totalmente. :)
Sibila: No se crea. Cuando lo usamos es porque sabemos cómo duele. Va más allá de nuestras creencias sobre cómo es el mundo. Digamos que está un poquito "abajo" del nivel racional (es un hábito, pues). Perderle el miedo, ciertamente, es un poco como meterse a bañar diario con agua fría...