18 julio 2011

Prolífica

Suele ocurrir cuando tengo dead line.

Cuando estaba en la prepa me enamoré como loca enloquecida de un chico que tocaba la guitarra. Fue eso, nada más. Es que tocaba flamenco. Y todavía recuerdo el preciso momento en que me enamoré. Exacto. La imagen de sus manos tocando la guitarra, mientras estábamos sentados fuera del salón de Francés. Ninguno de los dos tomábamos francés. El estudiaba inglés y yo italiano. Él estaba esperando a Pío Irán y yo a Joanna. Y entonces comenzó a tocar (y se ha de haber percatado como me quedé babeando, porque siguió tocando...)(y he llegado a la conclusión de lo transparente que soy, y de como los hombres de los que me enamoro se dan cuenta de ello, y cómo lo disfrutan... ¡mugres! disfrutan ver cómo la semilla luminosa entra en mi corazón, y luego no pueden hacerse responsables del Baobab que reventará mis pellejos).

Recuerdo sus manos tocando. Largos dedos, larguísimos en los finos trastes de su guitarra, de cuerdas rojas –pues eran de flamenco, me explicaría después– La caja de la guitarra breve, y él sentado ahí, tocando. Es de todo lo que me acuerdo: yo enfrente de él, ambos en el piso, y él tocando...

Yo tenía 16 años.

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Traté de declarármele varias veces. Nunca de frente. No pude. Traté de cantarle una canción de Silvio Rodríguez. Pero yo misma sabía que aquella lucha estaba perdida. Días antes había visto con mis propios ojos cómo le acababa de romper el corazón la chica que bailaba flamenco. Cuando ella flamante llegó a contarnos que era novia del chico que tocaba guitarra clásica él desapareció todo el día. No volvió todo ese día. Lo supe con certeza. Que yo le gustara o no era secundario: él estaba enamorado de ella del mismo modo en que yo de él. Conocía la mordida que lo había tirado al piso. No había, pues, nada que perder.

Luego tuve novio yo. No, él no tocaba flamenco, pero tenía (y tiene) una voz extraordinaria. Entonces yo me enamoraba por los oídos, por la música. Y tiempo después, vino mi ex-amor platónico a reclamarme el que yo tuviera novio.

¡Me dio tanto coraje! ¿qué se creía? Yo había reventado desde dentro al ver aquello imposible y luego él, cínico, venía a reclamarme que yo tuviera dos rostros: el que lo amaba y el que vivía...

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Viví cuatro años de cuento de hadas con mi Arcángel. Luego aquello terminó (aunque jamás del todo), y me encontré al profeta aquél. Y, en aquél tiempo, reencontré a mi amor de la prepa. ¡no lo podía creer! ¡no podía creer no desmayarme ahí, frente a él!

pero...

pero tampoco podía creer que al verlo no muriera de nuevo de amor por él. Habían pasado ya ocho años sin saber de su existencia. Y eso había apagado aquella llama que llegó a consumirme tantas veces como renací de ella.

Fue cuando comprendí la bestial diferencia entre los amores platónicos y los amores carnales. El tamaño y la profundidad de las heridas. La diferencia entre el árbol de luz y el árbol de raíz y madera...

fue entonces que dejé de tener 16 años...

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Hoy iré a tomar un café con él. Está loco, loco, loco... creo que yo también. Él está enfermo de fe, yo enferma de escepticismo. Ambos perdimos el ritmo, el camino, y andamos tratando de recuperarlo. Ambos rozamos los 32. A ambos se nos murieron algunos sueños, pero no queremos dejar morir otros.

Y yo lo miro. Y sigo sin poder creer lo intenso de aquella llama... y sigo sin poder creer la fe con la que abrazamos la verdad del Flogisto, antes de que la luz nos golpeara con toda su realidad de partícula y onda...


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