Las letras la miraban.
O bueno, no era muy exacto decirlo así. Lo que ocurre es que al leerlos, tenía la sensación de que ellos la miraban. Sentía, a veces, que se reían de ella por no entender el sentido de alguna frase. Por eso le desesperaba leer poesía: nunca estaba a solas, al menos estaba ahí escudriñándola el autor, pensando para sus 'adentros': no, tú no me entendiste. Me entendió el editor, el traductor, el que transcribió mis palabras. Pero tú no.
Por eso le gustaban más los cuentos: ahí no la miraba el alma de nadie, sino que ella miraba al perro que Funes no reconocía como el mismo. 'Miraba' al perro y trataba de imaginarse cómo lo miraba Funes. Ese era el objetivo de Borges: que uno pudiera mirar el mundo como Funes. Y si en eso no consistía era lo de menos: ella aprovechaba para mirar cómo miraban los otros el mundo.
La consecuencia natural de hallarse en una selva de miradas, era no saberse presa o depredador. Y entonces creaba muchas murallas de palabras: más valía poderse inventar lo que otros mirarían que dejarse mirar así tal cual. O bueno ¿cómo se camuflajea el homo interius? El pequeño homúnculo que nada contiene, pues es un yo vacío, el clavo aquél al que se le cuelgan, como si fueran sombreros y chamarras, los recuerdos, las memorias, las imágenes y estructuras que la conforman.
La conciencia de qué era exáctamente lo que le ocurría no le advino sino hasta el momento en que encontró aquella novela. Una seríe de exóticas casualidades tuvo como consecuencia que un ser de carne y hueso resultara estar indirectamente representado en aquella, que se presumía como novela de ficción. Cuando los 'padres' de su amigo salieron a cuento en la novela, la dejó a un lado y decidió no seguirla leyendo –o al menos eso se propuso– ¿cómo andar mirando a donde nadie la había invitado?
Pero no. Aquello no era tampoco equivalente a aquella vez en que tomó el diario de su hermana y lo comenzó a leer. Aquella vez leyó un "capítulo" y se le rompió el corazón cuando entendió un poco el despreció que le tenía por no saber mucho de música. Se hizo, aquella vez, todo un drama: con justa razón su hermana estaba furibunda. Y ella muy avergonzada. Había ido a espiar no porque quisiera obtener algo a cambio, sino por una estúpida manía equivalente a las razones por las que el cleptómano roba. Pero se juró y le juró jamás volverlo a hacer. Pero lo volvió a hacer, después de que su hermana muriera. Entonces era poder hablar, de algún modo con ella. Pero tampoco pudo continuar. Ahora su hermana no podía defenderse.
No. Aquello de leer la novela nada tenía que ver. Porque la novela, editada, traducida, llena de notas para que el lector ígnaro las entendiera, estaba destinada al ojo público. Escrita para su deleite: por eso había que dar una pequeña cantidad de dinero a cambio de leerla. Y aquella 'casualidad' (tan extraña que merecía un propio cuento por sí misma) no hacía la diferencia. De todos modos el mundo que el autor describía era difícil de ser imaginado, tan difícil como cualquier novela de ciencia ficción, donde uno ni siquiera puede acudir a las fotos de la Wikipedia para representarse esos mundos exóticos y futuristas. O donde uno tiene que hacer un pequeño esfuerzo para no imaginarse el 'videófono' como la pantalla de la laptop con el Skype encendido.
Finalmente lo que más le había llamado la atención era el nombre del gato. Eso, y descubrir que todos los gatos son iguales, aquí y en Dresde. No podía imaginarse mucho más: nunca había visto nevar, y el frío más intenso que había vivido fueron esos 4ºC bajo cero en Durango, hacía algunos años. No tenía tampoco idea de lo que era vivir junto a un río. El único río cerca de ella era Río Churubusco. Se adivinaba como un antiguo río por sus curvas y, quizás, por sus eucaliptos. Papá sí conoció al río como río. Los abuelos incluso conocieron el modo en que ese río estaba conectado con los canales de Xochimilco (y cuando Nativitas era algo más que una estación de metro y llevaba chalupas de un lado a otro). Su imaginación no daba para mucho al momento de leer las páginas de aquella novela, que describía los copos de nieve que ella jamás había visto, ni las manos heladas, ni el vaho pesado y blanco... lo más parecido a ese vaho lo conoció aquella madrugada en Toluca que intentó fumar, y se sorprendió de cómo el humo se confundía con el pesadísimo vaho, más denso que el humo de cigarro. Y recordó que, cuando era niña, en el invierno de la capital jugaba a 'fumar' aprovechando el vaho invernal. (Y escribió vaho muchas veces, porque esa 'h' intermedia era divertida).
Pero, con todo, ya estaba cansándose de esta selva de 'miradas'. Ya no quería leer creyendo que la veían poetas y novelistas muertos. Quería leerlos en silencio, sin que Villaurrutia o Brecht la estuvieran espiando. Y, en todo caso, escribirle a nuevo novelista que estaba leyendo y darle su muy sentida opinión sobre la novela: ¡ay! no es tan buena... aunque la descripción de algunas cosas es maravillosa. Como cuando describe "La casa de los mil ojos". ¡Esa es buena!, o como cuando se pone histérico mientras ofrece un concierto con sus primos y porque se le suelta la cuerda del Cello. La cuerda del Cello...
Entonces se acuerda de Aurora y cómo la despertaba todas las mañanas tocando la Suite para Cello no. 1 en Sol mayor BWV 1007, que ella conocía únicamente como "la cancioncita de APAC", y ella, con su sueño pesado se metía entre las cobijas y Aurora tocaba y tocaba hasta que ella se levantaba furibunda porque su sueño había sido interrumpido.
Y entonces entiende la tentación de escribir autobiografías cambiando nombres y apellidos, y contar esas cosas estúpidas que luego se vuelven tan importantes cuando Aurora ya no está y el Cello yace guardado por más de diez años dentro de su estuche, y una pasa horas en Youtube buscando quién será mejor, si Yo Yo Ma o Jaqueline Dupre, pero ninguno es Aurora, y se odia por no haberle sacado un video pero sabe, de entrada, que hasta la fecha no tendría fuerza alguna para escucharlo otra vez. Y no podría. Y para eso sirven los recuerdos y la escritura: para mantener la ausencia a distancia prudente.
Y salta a la cama y lee otro capítulo de la novela, donde salen los 'tíos' (así, así lo entrecomilla él) que vienen de Ecuador y les traen plátanos; y entonces ella no puede imaginarse un país donde los plátanos sean un lujo, o donde la gente no sepa cuál es el color Mamey, o donde el helado de guanábana sea una cosa excéntrica. Porque cuando ella era niña se imaginaba que la nieve de los países donde nieva es pegajosa, porque si la nieve la pintan hermosa, seguro debían ser copos de guanábana cayendo del cielo, llenando de azúcar los campos y los techos de las casas.
Y sigue oyendo la Sonata, y extraña a Aurora, que cuando se llevó sus deditos pequeñitos y musicales, se llevó también más de la mitad de sus memorias (es que ella es tan desmemoriada) y se da cuenta de que jamás podrá hacer ficciones sobre la realidad de esas mañanas donde ella y Aurora se peleaban el mínimo espacio de su recámara, y que sólo planearon vivir juntas cuando se imaginaron que podrían adoptar un gato.
Y se levanta al fin de la cama y va a comprar un racimo de plátanos. ¡Tan baratos los plátanos! los "potacios" decía la abuelita, cuando el primo Valentín cayó enfermo de una rara enfermedad que lo despojaba de todo potacio. Entonces la abuelita iba a comprar platanitos dominicos y he hacía comer al menos un diario: ¡anda! ¡cómete un potacio!. Y ella se los comía sin imaginar que iba a extrañar todo lo que ahora extraña. Pero se niega a inventarse ficciones sobre eso.
Y mejor cambia el 'cassette', o el canal, o lo que haya que cambiar. Porque así como funcionan las asociaciones mentales, funciona el buscador booleano de Google, y se pone a oír a Yo Yo Ma tocando a Tchaikovsky (y duda si es Tscha o Tcha por culpa del alemán), y sigue con el estúpido latín de Avicena. Y deja ante la mirada de los lectores esta serie de memorias que protegen lo que en realidad ella es de ellos. Y desea, en el fondo, que esa muralla, similar a la musiquita de las llamadas en espera, sea al menos agradable para los lectores, que ni siquiera quieren enterarse de quién es ella –no son tan malos como ella cree– y sólo quieren entretenerse un rato... y, si acaso, venir a visitar al personaje de ficción que a veces ella es, y con quién ellos –¡oh lectores estructurales del relato!– sienten agradable compañía...
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