01 agosto 2012

La bola de cristal y la naturaleza de lo mágico





En árabe y en hebreo se usaba, en la edad media, la misma palabra para espejo y para lente. Ambos son artefactos visuales pero cumplen funciones opuestas: uno permite que nos veamos a nosotros mismos y el otro perfecciona la visión que tenemos del otro lado. La diferencia entre el loco y el visionario consiste en saber cuándo se está enfrente de qué.

La bola permaneció meses dentro de su caja. A esas alturas ya no me quedaba claro a qué le tenía miedo exactamente: a que la magia fuera verdadera, o a que no lo fuera. Y como me daba todavía más miedo ponerme a discernir entre una cosa y otra, la dejé, empolvándose, en el librero.

Empolvándose literalmente: yo y los sacudidores nunca hemos tenido relaciones cordiales. Y fue hasta que mi papá vino de Mérida, mientras sacaba polvo y pelos de gato a raudales, que me encontré de nuevo con la bola y me puse a desempolvarla. Aquello me recordó –perdonen ustedes queridos lectores, el recuerdo pero, ¡pos de eso me acordé! ni modo, este es un cuento sin censuras– mi primer orgasmo.

Fue accidental. Yo sabía que existían (mucho se esmeraron mis padres en mi educación sexual, y hasta en mi escuelita liberal nos dijeron alguna vez que existían), pero no mucho más. No tenía idea del proceso causal, y estaba segura que involucraba siempre la presencia del otro individuo propinador de la reproducidera. Yo tenía once años, y a las niñas no se nos da mucho hablar entre nosotras de esas cosas. Sí, sí... otras niñas me habían hablado de la regla y la menstruación, y mi abuelita me había advertido que estaba cerca de la edad crítica y... pero... yo no tenía idea de la geografía anatómica femenina... nada.

Sí, sí, les digo. Ya había oído mucho la plática de las abejitas y los pajaritos. Y conocía los nombres "científicos" de los instrumentos reproductivos. Y sí, sí, sabía que había una sensación imposible de describir más allá de las "cosquillitas" (una "especie" de "cosquillitas", unas "cosquillitas" secundum quid, unas "cuasi-cosquillitas"), pero asegún les entendía las explicaciones a los libros, revistas, adultos y demás, aquellas "cosquillitas" eran producto causal del "acto-reproductivo-amoroso" y lo de porqué era amoroso algo tan extraño, nunca me quedó claro del todo, pero algún misterio debería haber ahí...

...como cuando le pregunté a mi abuelita que qué se sentían los besos, y ella dijo que era como tomar miel de los labios del otro. Y luego, muchos años después, descubrí que esa metáfora segurito la agarró del Cantar de los Cantares, pero a mi la miel no me gustaba nada de nada, se me hacía pegajosa y, me atrevería a decir, amarga de tan dulce... bueno, pensaba yo, entonces no es como la miel esa que yo como, sino como una especie de miel inimaginable pero muy muy muy ¿dulce? no, dulce no, justo eso es lo horrible de la miel. Una dulzura en su justo medio, ha de ser como el agua pura e insabora cuando uno tiene muchísima sed... como Ambrosía... la ambrosía debe representar eso irrepresentable. 


Así, así me imaginaba esas cosquillitas, pero con el añadido de que eran "como cosquillitas" y que se presentaban por un un proceso desconocido e inimaginado aún que involucraba a un hombre una mujer y un futuro bebé.

Pero no fue así. Yo tenía once años, estaba de vacaciones en Mérida, hacía un calor del demonio y estaba sola en casa. Sola, esa es la palabra clave. A plena luz del día, metida en mi recámara y sin ganas de bañarme porque, aunque era yo una plasta pegajosa de sudor, el agua me parecía demasiado fría y nadie iba a andar gastando gas para que una niña marica se bañara con agua tibia en el calor del verano de Mérida.

No, no le estoy dando vueltas. Le esto dando un rodeo digno de Moebius.

No, tampoco satisfaré vuestras calenturientas mentes con detalles. Los detalles de ese tipo vendrán después, porque la bola de cristal tenía deparadas para mi muchas sorpresas todavía. Simplemente les contaré el asunto... así... tal y como lo contaré.

Tenía once años y mi ignorancia es la que acabo de relatarles. Estaba sola y hacía un calor del demonio. Y así como Dios me trajo al mundo (ignorante e hija de Eva), me dejé llevar. Y de pronto algo se incendió. Algo que no eran unas estúpidas "cosquillitas" Y la cosa se ponía cada vez más intensa. Al principio parecía que podía controlarlo (yo no tenía una puñetera idea de que ESO era un orgasmo) pero de pronto no. Se me fue de las manos. La sensación aumentaba y aumentaba y yo creí que me iba a morir. Estaba realmente asustada. Muy, muy asustada... y antes de morirme, ¡pum! aquello se desapareció...

así

como vino, se fue

así

para siempre.

como si hubieran apagado un milagro

y yo me odié por temerle al milagro

y creí que mi miedo lo había espantado.

Y por más que lo busqué y traté de reproducirlo, y seguí paso tras paso, no pasó nada. No volvió. Y creí que lo había matado, apagado, desterrado para siempre.

(Y yo seguía sin saber que eso era un orgasmo)

Y me juré jamás, jamás bajo ninguna circunstancia, contárselo a nadie. Me sentía un monstruo. ¿Qué había hecho? ¿Cómo se llamaba aquello? ¿alguien más EN EL UNIVERSO habría experimentado algo así? ¿de qué secreto era poseedora? ¿alguien EN EL UNIVERSO sabría como reproducir aquello? ¿invocar al demonio de esa manera? ¿Qué había hecho? ¿qué?

Desempolvada, miré a la bola de cristal. La saqué de la cajita y la coloqué en un estante del librero (del cual saqué a Wittgenstein y lo puse todo en una silla. Por el momento, de lo que no se podía hablar, era mejor callar)...

1 comentario:

alitter dijo...

Me encanta cómo va agarrando forma este cuento. Estoy en tremendo suspenso tras el orgásmico circunloquio. Aunque no sé qué tan correcto psicológica y fisiológicamente sea tu uso de la palabra "puñetero" jajajaja