bola |
¿Por qué le dimos la bola? ¿por puro espíritu científico, es decir, para ver si con él funcionaba? ¿simplemente para quitarnos del problema? Mitad y mitad del asunto. Era injusto dejarle a él un problema que él no se lo había buscado. Además nos había salvado de chamuscarnos bajo la ira del rayo. En todo caso necesitábamos su ayuda: sólo él podría decirnos si la bola era una alucinación mutua o tenía algo de real.
Entre las instrucciones que redactamos antes de entregársela, venía la de tratar de vernos a nosotras siguiendo los pasos con los cuales lo habíamos tratado de ver. Que estaríamos preparadas muy científicamente, al menos esa semana. Ultimadamente eso no tenía que afectar el desempeño de la bola. Y si lo hacía, pues que probara con alguien más, total, que no tenía que contárnoslo –al menos no con nombres, ¿verdad? ni con detalles–. Bastaba que dijera que sí funcionó. Y que si creía que estábamos locas de atar, pues que pusiera la bola en su librero y se olvidara del asunto. Que confiábamos en su memoria de caballero.
Pasado el plazo, ella y yo nos juntamos a intercambiar experiencias. Razonamos que eso de estar 'preparadas' quizás no afectara el funcionamiento de la bola, pero sí nuestra experiencia frente a ella: a cada rato nos sentíamos observadas, pero ello debía deberse a que estábamos sugestionadas, sobre todo porque esa sensación nos dio a las dos con gran fuerza justo la tarde en que nos lo encontramos en un café.
Sin mediar palabra sobre el asunto nos sentamos a tomar un café y los tres, cada rato, volteábamos detrás de nuestros hombros. Tratamos de hablar del evento del rayo, de cosas cotidianas, pero no atinábamos a tener una conversación fluída... o ningún tipo de conversación. Antes de irnos trató de decir algo sobre la bola, pero se arrepintió. Sólo nos dijo: por cierto, sobre 'ese' asunto... no, no están locas. Pero ninguno de los tres quiso continuar. Nos despedimos y esperamos a que terminara la semana para averiguar el porqué de aquella extraña declaración.
Pero sobre la bola, en realidad, quedaban ya muy pocas sorpresas. La primera es que el único día en que fuimos observadas fue ése. La segunda y obvia, es que había una cuarta persona involucrada. Él nos lo contó por puro espíritu científico pues decía que, de otro modo, jamás nos lo habría revelado. Esa tarde del café en el librero de su casa –siguió estrictamente todas las instrucciones del papel que le habíamos dado– la bola comenzó a emanar colores enloquecidamente. Al parecer la bola se encendía frente a la presencia femenina que, en ese caso, fue la Señora de B. Al ver los colores, tomó la bola y la colocó sobre la mesa. Ella no estaba advertida de sus poderes, pero algún instinto la llevó a repetir los pasos correctos y, de pronto, vio los ojos de su esposo. Asustada por el prodigio (y un poco molesta por la escena que la bola mostró) él tuvo que contarle la extravagante historia que incluía, por supuesto, el acontecimiento del rayo.
Él nos contó aquello mientras nos devolvía la bola. Antes de que otro rayo amenazara con partirnos otra vez, lo mejor era deshacernos de ella... nos sólo por eso: él no quería saberse observable por nadie. Quizás habría que devolverla a la tienda. Pero ¿y si caía en manos de cualquiera? le contestamos. Quizás lo mejor es que él la conservara, guardada. Pero él temía otro evento como el del rayo. ¿Y si eso no había tenido ninguna relación? pero ¿y si sí? y ¿quién sería el valiente en tratar de reproducir los acontecimientos para averiguarlo?
Había muchas más conclusiones y preguntas qué hacernos acerca de la bola, pero la franca verdad temíamos, realmente, creernos todo lo que había pasado. ¡Éramos filósofos! No podíamos simplemente aceptar los hechos y comenzar a poner en duda todas nuestras certezas cotidianas. Tendríamos que haber ido a un psicólogo o psiquiatra para descartar una alucinación colectiva. Y ¿luego? ¿qué tal si acababa removiéndonos más certezas que las simplemente metafísicas?
Finalmente me devolvieron la bola. Yo prometí ponerla en mi librero y no caer en la tentación de volverla a abrir cuando se pusiera toda colorida. Pero la bola no volvió a colorearse, o al menos no durante mucho tiempo. Cuando volvió a hacerlo y, débil, caí en la tentación de usarla otra vez, ya no fue para verlos a ellos dos. Pero esa historia no se las contaré, al meno no, por ahora.
E igual que las Olimpiadas, con este relato concluyen los cuentos de la bola de cristal.
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