01 octubre 2012

Don't let me down

Me gustaría sentarme junto a mi. Pero me da flojera bajar el espejo de la pared y acomodarlo de tal manera que no se cayera. Además, cuando bajo el espejo, Qualia se acuerda de que está ahí y, cuando lo vuelvo a subir, no deja de darle manotadas. Pero de eso se trataría, de sentarme junto a mi. Y darme una tremenda regañiza. Pero la franca verdad no tendría ganas de recibirla. Esa es la cosa. Porque en el fondo la que me regaña a mi misma no me comprende –eso sentiría–. Pero me diría a mi misma ya ve al maldito psiquiatra. Y yo me contestaría que justamente eso es para lo que necesito un psiquiatra, para ir al psiquiatra. Entonces me diría ¿no ves que tu vida se te está yendo por un agujero? Y me contestaría que sí me doy cuenta. Y me arrebataría la palabra y me diría que ya sé que me voy a decir, que no puedo ser tan impotente conmigo misma. Lo único malo de la terapia del espejo es que no puedo agarrarme a cachetadas... ni darme un abrazo. 

Quizás sería bueno salirme del espejo y meterme en mi cuerpo. La yo del otro lado, la invertida de derecha a izquierda. Fundir las dos miradas y dejarme de ver cada acné en la cara y dejar de conmiserarme del triste destino de mi rostro. Dejar de verlo. Que la que sabe qué tengo que hacer se meta a mi cuerpo y me haga hacer lo que tengo que hacer. ¿Que tengo miedo? Bueno, entonces que esté ahí y me diga no estás sola, estoy contigo, no te voy a dejar caer

A veces ando sola dentro de mis pensamientos y creo que nadie puede encontrar la maravillosa ubiquidad de Agustín para desdoblarse y abrazarse a sí mismo. Y entonces hace frío adentro de mi, y siento que necesito volver a quién sabe dónde y buscar un suéter. Y pienso que soy la única idiota que tiene esos pensamientos, y esas angustias y que debería ser como todas las demás personas que son felices porque tienen problemas reales... o al menos sólo lidian con sus problemas reales y no andan, encima de todo, inventándose problemas de amentiritas, y la otra del otro lado del espejo quiere salir a darme un montón de bofetadas y decirme lo estúpida que soy. 

Y yo sólo le digo, anegada en llanto (aquí va el palabrón dominguero para mamonear) que se salga del espejo y que me abrace. Que si ella no está conmigo ¿quién más? Que se salga y me ayude a limpiar la casa, a hacer la tesis, que se levante y me haga un café, que si me hacen algo en la calle, ella les grite y me defienda. Que no se quede pasiva ahí, regañándome y viéndome feo. Caliéntame el café, no sólo me estés regañando. Caliéntame el café y siéntante en mí-con-mi-cum, pásame la cobija, ponme el suéter ¿no ves que tengo frío? ¿no ves que me voy a morir? ¡cuídame! Y así le digo. Me ve, le dan asco mis lágrimas. No me gusta verte llorar, dice con asco, pues sécame tú mis lágrimas, le digo.

En el fondo –me dice, un poco menos molesta– la soledad ha de ser un extraño privilegio. Y me calienta el café, me pone el suéter, y se sienta conmigo a hacer la tesis. Soy muy dura contigo, lo siento, me dice, y me abraza. No te voy a dejar caer me dice. Y me canta. Y entonces lloramos de adeveras, y no sólo escribiendo en este tonto blog, donde publico tanta tontera, para no sentirme solita (y nos lo decimos en diminutivo cariñoso, propio de estos lares...)


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