16 marzo 2013

Sueño

Descubría, no sé cómo, que mi papá había tenido otra hija. Once años antes que a mi. Y que también le había puesto Paloma. Lo descubría mientras iba en el microbús (¿o en el microbús recordaba mi descubrimiento? no recuerdo). Me embargaba un extraño sentimiento de incomodidad: en parte porque había descubierto algo de mis papás que no sabía, algo que debieron haberme dicho ¡que tenía una hermana! Pero en realidad la incipiente rabia –que no llegaba a ser tal– era por la suerte de mi hermana. Porque yo sabía que la habían abandonado, que la habían negado de algún modo, y lo más desconcertante de todo es que hasta me habían dado su nombre. 

Y ¿por qué hablo de mis papás, si sólo él la había tenido? En otro momento del sueño la que había tenido otra hija era mi mamá... la misma historia, digamos, pero era mi mamá. Y de pronto yo ya tenía dos hermanas, ambas llamadas Paloma, ambas once años mayores que yo. Los sueños son raros: jamás me pregunté si se conocerían, que fueran dos era algo intrascendente en el sueño. Tampoco es que pensara que tuvieran cuarenta y tantos años que, si son 11 años mayores que yo, deberían tener. No tenían edad, solamente eran 11 años mayores que yo. 

Para este momento, cualquier psicólogo se habrá preguntado por la relevancia del número 11 en esta historia. Todas las otras preguntas me las hice en cuanto desperté. Y no, tampoco tenía sentido eso de que mis papás me ocultaran algo, porque al despertar revisé mi biografía y caí en cuenta que, respecto a confesiones raras o vergonzosas, no tengo dudas sobre mis padres. Pero aquello del número 11 que tanto repito ni siquiera me lo cuestioné, sólo el hecho de que, en el sueño, era intrascendente la actual edad de mis hermanas. 

Esa Paloma eras tú– me dijo Paco. Fue él el que reparó inmediatamente en la importancia de la cifra. Jugando al psicoanalista me preguntó qué me había pasado cuando tenía once años. –Fácil – le dije –fue cuando me peleé con mi mamá y me fui a vivir a Mérida con mi papá. Luego me peleé con mi papá y me fui a vivir con mi abuelita. Ese año fue terrible: pasé por tres primarias diferentes en cuatro estados de la república. Si me hubiera visto hábil, habría coleccionado los libros del Estado de Yucatán, del Distrito Federal y del Estado de San Luis Potosí. Debí haber aprendido mucha geografía... 

Más al rato, mientras iba en metro de regreso a casa, pensé mucho en todas las lagunas mentales de aquellos tiempos. Podría asegurar, casi, que el día de mi cumpleaños número 11 (un 22 de julio), llegué a Mérida. Pero ni siquiera estoy segura de eso: no guardo recuerdo alguno de mi cumpleaños número 11. Pero sí recuerdo claramente que fue el día que me bajó la regla por primera vez. Y que todo aquél viacrucis del cambio de mujeridad lo viví con mi papá, quien tuvo a bien explicarme todo aquello, y que si me sorprende fue porque no me pareció en absoluto extraño que fuera un hombre y no una mujer quien me condujera por aquellos secretos... que, bueno, de secretos no tenían nada. 

No había secretos: todo aquello, desde muy antes, me había sido explicado con cuidado, prolijidad y naturalidad por mis papás. Vivirlo era lo extraño, la sangre y que nunca podía estar limpia del todo. Que aquello no paraba y pasaban los días, y no eran tres como me había dicho, sino que eran días y días y días... y que no guardo recuerdo de la siguiente regla, pero tampoco de lo que pasó los meses siguientes. Los recuerdos se confunden tanto... 

La normalidad de mi memoria regresa hasta que ya vivía con mi Abuelita en el cuarto de azotea en la Avenida Cinco, cuando salí de la primaria "Margarita Maza" –de las luchadoras, decía mi mamá, porque fue la primera y última vez que me agarré a golpes con alguien (y gané)– y me metieron a la "El respeto por el derecho ajeno es la paz", que conocíamos como "Año de Juárez" para abreviar, y porque así se llamaba la calle donde estaba. 

De esa escuela sólo recuerdo tres cosas: que mis compañeras me decían mentirosa porque yo decía que existían dos estados en la República llamados "Baja California", que había una niña llamada Laura que no se me despegaba pero siempre era para estar jode y jode, y que el uniforme era una falda gris con suéter azul, que mi abuelita me hizo en una noche para que me dejaran entrar al día siguiente a la primaria. 

Recuerdo también cuando mi mamá me regaló dos hámsters –y no me puedo acordar cómo se llamaban–, que dejó la jaula blanca con una nota, y que no la vi esa vez. También recuerdo la mudanza a San Luis Potosí. Y recuerdo que ya no había cupo en el turno matutino de la "Lázaro Cárdenas" y me tuvieron que inscribir en el vespertino, que en realidad era otra escuela llamada "Ponciano Arriaga". Y que ahí sí, todos mis compañeros sabían que existían Baja California y Baja California Sur, y me corrigieron: el primero no se llamaba "Baja California Norte". También fue la primera vez que tuve un profesor varón, y que después de un examen le confesé que no supe la pregunta sobre ese tal Mao. Y me dijo ¿te suena chino o japonés? y me le quedé viendo con cara de What?. 

Y recuerdo una lluvia de granizos gigantes: los agarrábamos con la palma de la mano y no la podíamos cerrar. Recuerdo... recuerdo muchas, muchas cosas cuando ya estaba yo en San Luis Potosí: de cómo salíamos en bicicleta a andar por toda la colonia, que los refrescos costaban 600 pesos –y poco después sesenta nuevos centavos–, que vi en la casa de mi amiga Lupita "Total Recall" con Arnold Schwarzenegger y que todos nos reímos al reconocer las farmacias VIR, que salían en el fondo de "marte", aka. Glorieta del metro Insurgentes. 

Recuerdo el examen de admisión a la secundaria, cómo iba yo vestida de impecable blanco, con mi blusa de los lunes y la falda de tablones... ¡momento! estoy mintiendo: ¡cual falda! llevaba unos pants rojos. Y recuerdo al profe de Matemáticas, René Dueñas Moctezuma, el profe René, que nos aplicó el examen. Y ahí conocí a Marisol y a Georgina. Y cómo sacar 10 no me costaba trabajo...

Pero de todo, de todo eso, sobre todo recuerdo cómo de pronto tenía amigos, y San Luis Potosí tenía colores intensos, y sus álamos eran enormes y no enanos como los chilangos. Y cómo, en un hotel de Aguascalientes, nos tocó ver cómo la Duma rusa estaba siendo rodeada por tanques y de la noche a la mañana ya no existía la U.R.S.S y teníamos que aprendernos un montón de países que no venían en los libros... 

Y entonces cumplí doce años. 

***

Esa Paloma de once años, la hija o de mi mamá o de mi papá, es la que me daba pena en el sueño. Era como la hija negada de ellos, pero no era yo. En el sueño, al pensar en ella, me la imaginaba emparedada entre los muros de un departamento muy bonito –francés, como en las películas– y me daba mucha tristeza...

Pero no era yo.

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