22 abril 2013

Son de Madera

Me vienen los recuerdos descosidos. Me acuerdo del examen de Chelo, o más bien del examen que no ocurrió justamente porque la gripe porcina hizo todo de un surrealista absoluto. Y me acuerdo porque estoy oyendo a Son de Madera, y ellos fueron a tocar en aquella celebración que, por culpa de la epidemia que no fue, se volvió una precelebración. 

Me acuerdo, ya no sé si fue poco antes o después del no-examen de Chelo, que caí gravemente enferma. Me dio una fiebre tremenda y me llevaron a urgencias. Lo mío era del estómago, pero me midieron los pulmones con mucho cuidado... uno o dos días después se haría pública la prohibición de todo, hasta de los cines, para que no muriéramos de gripe porcina... fue mucha mi suerte: de haber caído mi fiebre dentro de esos días, igual y hasta me meten al hospital. 

Eran días extraños. Daniel acababa de venirse a vivir conmigo a la casa y pasábamos día y noche juntos y encerrados. Apenas salí, en mi flamante carro nuevo, a comprar coca-colas light a la Comercial Mexicana de Pilares, y pasé por el Starbucks donde ya no ocurrió la segunda clase extramuros que tendríamos entonces con el ¿ya era mi asesor? ¿todavía no? pero que no fue, porque todo estaba cerrado a piedra y lodo. Éramos tres alumnos. Y ya habíamos tenido una simpática clase en el Starbucks. Luego ahí fue el lugar de las asesorías, que se fue moviendo paulatinamente hacia Insurgentes, hasta que renunciamos a los Starbucks porque siempre había demasiada gente y no se podía trabajar –salvo en épocas de pre y post contingencias epidemiológicas. 

Si Daniel ya vivía conmigo, eso quiere decir que acababa de morir mi tío Horacio, en Jalapa, Veracruz. También supongo que el Asesor aún no era mi asesor, porque fue hasta que Daniel vivió conmigo que comencé con la traducción de Avicena. Lo recuerdo porque traía de un ala al pobre Daniel pregúntele y pregúntele cada tres palabras, hasta que le colmé la paciencia y no me quedó otra que hacer lo que me correspondía: traducir yo. 

Y entonces fue mucho tiempo después (¿semanas? ¿meses?) cuando el Demiurgo dio aquella exposición sobre los estoicos en un mano a mano (así dijo Áxel, si no recuerdo mal) con su alumna estrella, quién ¡oh casualidad! era amiga del Asesor. Y como la exposición era a la misma hora que la clase (¿la de Tomás o la de Siger? entonces tengo mal todas las fechas, porque entonces ya era mi asesor... he ahí el quid dramático que vendría después) traté de convencer al asesor de que sería buena onda suspender temprano la clase, total, él tenía motivos también para ir ¿no? Iba a estar su amiga ¿no? Y pues dudó la semana anterior, pero ese mismo día dijo que sí, que vámonos.... 

Y entonces llegó Daniel por mi al salón, y el asesor se disculpó por no poder llevarnos en su carro, a lo que, mamonamente, respondí enseñándole las llaves de mi flamante Tsuru azul clarito (así, del mismo color que su carro), y se rió así como jeje, y nos fuimos todos corre y corre, al estacionamiento de Estadio de CU. 

Y entonces llegamos y el Demiurgo ni me saludó y estaba todo con cara de no sé qué, y Ely venía con cara de que no estaba de buenas tampoco (venían de una asesoría) y luego fue el mano a mano (Áxel dixit) y estuvo re buena la cosa. Y entonces Daniel (el ¡oh! siempre sabihondo Daniel) quién sabe qué dijo de Boecio, y yo me hice chiquita en mi silla porque entonces mi flamante asesor conocería a mi entonces flamante novio, el que sí era un verdadero medievalista, no como yo, puro blah blah que nada, que ni podía traducir a Avicena, y me hice chiquita y casi me acuesto en la silla. 

Y el asesor, al terminar aquello, pasó y le dijo a Daniel pero hay dos traducciones de Boecio –que me pareció una especie de código entre medievalistas, y yo me quise morir... y creo que el Demiurgo se dio cuenta de que todos estábamos en un predicamento, cada uno en el propio, y se dio cuenta de que yo sufría también, no sólo él. Y nunca entendí porqué sufría él, pero realmente la estaba pasando mal: porque entonces el asesor le recomendó un libro de Alain de Libera, y el demiurgo estaba tan nervioso que no lo podía escribir... y entonces me vio al fin, y me sonrió... y luego fue y nos invitó a comer a todos, y el asesor, –que andaba radiante y colorado por vayan ustedes a saber qué ocultas razones de su corazón– todo risueño se disculpaba de no poder ir, que tenía que preparar su clase de metafísica (¡vaya! ¡de esos detalles tan absurdos sí me acuerdo!) y entonces se fueron todos, menos yo, que tenía una clase con la búlgaro-checha-país exótico, y me tenía que quedar. 

Y luego no sé que huequito se me hizo en el corazón, que terminó en tremendo hoyo, y agarré mi carro nuevo, el flamante Tsuru, y me fui a Puebla, así, de la nada... nomás le hablé por teléfono a Daniel y a mi mamá... fui a Sanborn's , compré una maleta, y mi plan era ir a Oaxaca, pero cuando llegué a Puebla ya era la una de la mañana, y no me atreví a jalar hasta Oaxaca... debí hacerlo... debí hacerlo... 

Porque entonces, poco tiempo después se desataría tremenda tragedia. Porque luego iría de nuevo a Puebla, con Daniel, y aquél viaje sería una mezcolanza entre fiasco y cosa digna de recordarse... peleas y peleas, y nada de sexo, pero vimos la Palafoxiana y paseamos por la Catedral, y fue un buen viaje, pero la ruptura ya estaba a la vuelta de la esquina... 

Y me robaron mi flamante Tsuru. 

Y Daniel se fue de la casa por segunda vez, pero se iría de mi vida para siempre. 

Pero aprendí, al fin, latín. Y pude leer a Avicena con fluidez. 

Y de todo eso me acordé, porque alguien puso un video de Son de Madera, y me acordé del examen de Chelo, y de cuando me metí al cubículo del Demiurgo y le dije ¿me dirigirías una tesis sobre la intencionalidad en el siglo XIII? y, aún sin poder salir de su sorpresa, primero trató de convencerme por todos los medios que era pésima idea cambiar a esas alturas de proyecto, y luego, pues que obviamente que no, que él dirigía tesis del s. VI d. C. para atrás y que... y que le mandara muuuuuchos saludos a Alejandro. Ansina lo dijo... y yo bajé a las mesitas de IIFs, y mandé un correo (con mi flamante mac y mi flamante RIU, pues aún era estudiante), y le mandé un correo al todavía no asesor diciéndole así, hipotéticamente hablando, ¿me dirigirías una tesis... ? blah, blah, blah... o sea... yo misma no daba crédito de haber hecho en ese orden las cosas...

Y luego, en aquél Starbucks, me dio a elegir entre Robert Kilwardby y Alejandro Magno... y yo no podía pronunciar Kilwardby y elegí al... al... jajajaja... JAJAJAJAJAJA... más fácil de pronunciar Alberto Magno... y en cuestión de horas mi correo se llenó de bibliografía primaria, secundaria, terciaria, cuaternaria y precámbrica. Y me dijo que hablara con R. (o sea, con el demiurgo), que no quería que hubiera malos entendidos. Y yo, muy obediente, fui con él a su cubículo. Y me dio algo así equivalente a como a una bendición. Y así fue...

Los recuerdos están todos descosidos. Quisiera hilvanarlos y coser con ellos alguna memoria coherente, una historia como aquella que escribía aquí, y escribía y escribía, para justificarme de todo lo que sentía que tenía que justificarme. ¡Tanta culpa sentía yo! ¡tanta!

Porque esa imagen que tengo del Demiurgo como si fuera una ceiba alta, alta, la tuve ese mismo día que decidí meterme a su cubículo y decirle que... que quería trabajar con las ovejas y los lobos. Ese día, en la mañana, llegó y me preguntó que cómo estaba. Y yo traía el cogote cerrado porque ya había tomado la decisión, pero aún no hallaba momento para decirle nada. Y le dije que estaba bien. Y cuando lo vi llegar se me figuró un enorme árbol bajo cuyas ramas me acogía y me guarecía de todo en el universo... y pensaba yo ¿y ahora? ¿bajo qué árbol? Porque yo intuía ya desde entonces que ese cobijo era privativo de él. Que irse era pegar un brinco a quién sabe dónde. Lo vi llegar, árbol altísimo, y dudé por última vez...

Lo que sí no me esperaba era que, el asesor, era más bien como alguien que anda detrás de uno enseñándole a volar. ¡y ahí va y uno brinca del árbol y él va y te agarra antes de que te azotes en el piso! Y va a todas tus presentaciones, y va y te defiende de todos, y tú misma no das crédito con qué vehemencia lo hace, y hasta tú misma te espantas. Y fue cuándo me surgió la imagen de que es como un pájaro que sabe volar muy alto y muy lejos. Que, como dice el dicho, no teme que la rama cruja, porque sabe qué son sus alas.

Pero me robaron el carro.
Pero se fue Daniel.
Pero se me rompieron las alas.

Y... ¿y luego? ¿a qué esta historia otra vez, again and again? ¿De nuevo a qué la justificadera? ¡rezando y rezando y con el mazo dando!

Y ¿y luego?

Llegan los recuerdos descosidos. Y quiero seguir escribe y escribe, pero ya no sé qué más escribir. En realidad me puse a escribir porque en la mesita de noche, atestada de libros empolvados, me encontré uno que comencé a leer a principios de 2012, y suspendí, en parte, porque se puso muy denso, en parte porque ya tenía que retomar la tesis. Es ese libro donde viene la descripción de los ojos con algunas chispas verdes, y con el que me ensoñé con Dresde. Y soñaba con Dresde, y soñaba con sus edificios, y monumentos, y su Elba. Y me ensoñaba con su funicular, con el cuál abre la novela, y su ignota nieve, y su smog tan bien descrito, tan parecido –en las fotos– a lo negruzco que recubre la Ciudad de México... se me hizo familiar lo negruzco, y las nubes pardas, y la magnificencia oculta con su capa de ciudad pesada.

Y abro el libro y, con poco esfuerzo, encuentro la descripción de un personaje, de Sandor Hoffman, y reconozco ahí los tonos y los tintes de ya saben quién, y reconozco incluso la descripción de afabilidad... de, dicho en colombiano, de ser alguien muy querido, que en mexicano se diría, muy querible. Y vienen todos los recuerdos en bola, de golpe, mientras espero los votos de los sinodales. 

Y de todo eso me acordé en estos días, oyendo a Son de Madera, y preguntándome si Chelo, a veces, piensa en mi, así como yo, a veces y como hoy, pienso en ella... 

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