01 septiembre 2013

Son las nueve o nueve y media de la mañana. El teléfono es prácticamente nuevo y acabo de bajar el cover de Working class hero de Green Day. No sé porqué me produce lágrimas cantarlo. Lo repito y lo repito mientras salgo de la casa, cierro la puerta, bajo las escaleras, abro y cierro la reja del edificio, y salgo finalmente a la calle. 

Apresuro el paso hacia Calzada de Tlalpan donde tomo un microbús. Si hubiera salido un poquito más temprano me habría podido ir caminando desde mi casa hasta Eje 4 Sur, Xola, y tomar ahí el microbús. Pero es demasiado tarde. Tomo el micro y me bajo tres minutos después... ¿o cinco? no importa. Vamos en tiempo. Además todavía vamos a tener qué caminar un buen trecho después. 

Camino hasta la estación del metrobús: el año pasado la tomaba hacia el poniente, hacia La Salle, los lunes en la tarde. Me equivocaba y tomaba la ruta que entroncaba con la línea uno, dirección C.U. Me daba cuenta en la vuelta de Av. Insurgentes y, ¡puta madre! no había otra que bajarse e ir a pie hasta la estación correcta, del otro lado. Nunca podía llegar temprano, pero tampoco llegaba tarde. No sé, entonces el tiempo estaba a mi favor siempre. 

Ahora no, ahora agarraba hacia el oriente, hacia más allá de la casa de mi mamá, siempre más allá. Me sentaba porque siempre iba semi-vacío (había pasado ya la hora del oficinista, y además iba del centro a la periferia). Entrábamos a Plutarco Elías Calles justo donde se hace de un sólo sentido Eje 4 Sur. Pasamos por debajo del puente de la línea 4 del metro, es decir, por Congreso de la Unión. La primera vez que agarré el carro de mi mamá, lo hice sin permiso. Llevé a Daniel a su casa, lo recuerdo. De regreso, iba tan rápido que olvidé esa especie de loma justo abajo del metro, y el carro voló un poquito, como en película gringa de lanchones tijuaneros. Traía el súeter nuevo de alpaca. Todo era maravilloso. 

Hoy también todo era maravilloso. Subimos el puente que cruza Eje 3 Oriente, donde está la estación Coyuya (del metro y del metrobús), seguimos por la parte más bonita de Plutarco y, finalmente, cruzamos con Churubusco. Ahí enfrente está la plaza Benito Juárez, en cuyo centro está la Delegación Iztacalco. Ahí aprendí a leer. Ahí mi abuelita Aurora me enseñó las vocales. La I de iguala, la O de oso, la u de uña. Y me enseñó la Q de quinqué, y pasaron muchos, muchos años para que un quinqué dejara de ser una criatura de los libros que se usa para enseñar la Q. 

Pasamos, pues, por la estación donde debería bajarme para ir a casa de mi mamá. Pero ya no vivo ahí: ilusión de evolución. Seguimos por sectores un poco más oscuros. Se acerca poco a poco la última estación en el mapa de mi itinerario... a working class hero is something to be... 

Me bajo. Es temprano todavía así que me voy caminando. El microbús da unas vueltas muy complicadas y el taxi es demasiado dinero para la corta distancia. Mi teléfono es nuevo, tiene pocas canciones. Me las voy cantando. Tres de Britney, una de Thalía y Working Class Hero is something to be... 

Camino hasta esa calle en cuyo nombre no me he fijado nunca, pero que es peligrosísima de atravesar a pie. Camino, camino, camino... llego a una especie de camellón con torres eléctricas: también el trazado es caótico, pero nadie parece tener problema. Ahí, en ese cruce trataron de robarle la camioneta a mi mamá, le arrebataron la bolsa. Ella gritó en automático, se puso histérica. No le hicieron nada aunque se robaron la bolsa. Me enteré hasta las 10 de la noche de ese día, porque no traía teléfono. Me sentí muy culpable. 

Sigo caminando, ahora por esa calle que nunca supe si es o no es La Purísima. Camino y entonces ocurre el prodigio: veo su camioneta azul pasar. Me doy cuenta de que me ve. Ya la había visto otras muchas veces, al menos otras dos. Es raro que ocurra: a esas alturas todavía es muy temprano (por eso me va a dar tiempo de llegar temprano a clase). Pero ese día veo que me ve. Así es él, pienso, siempre ve de reojo. Yo sigo bailando la canción de Thalía... debo llevar más de 45 minutos caminando, por eso es fundamental que la música que llevo sea bailable. 

Al fin llego a la UAM. Todo es extraño. Ahora, si alguien me pregunta qué hago ahí, yo les puedo contestar que voy a clase con mi asesor. Y que sí, que es mi asesor aunque yo no sea de la UAM. Y es que por primera vez en la vida no me siento una intrusa ahí, aunque, de hecho, soy más intrusa que nunca, porque le estoy quitando sillas a los alumnos inscritos de licenciatura. Porque me estoy respirando el oxígeno que no me corresponde respirar. ¿Con qué derecho estoy ahí? Pero ahora al menos tengo una respuesta. 

Cuando era niña pensaba que todos me veían diciendo ¡¿Y esa niña-intrusa qué hace aquí, en las instalaciones de la UAM-I?!
Cuando crecí me reconfortaba la idea de que me camuflajeaba entre los alumnos que parecían de mi edad. 
Cuando comencé a ir a la UAM a ver a mis amigos, por primera vez dejé de sentirme fuera de lugar. 

Y entonces, llego a clase. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente Post. Espero que la profesora esté mejor de aquel susto.

Por otro lado me hizo recordar esa linda ilusión "de quitarle lugares a la gente" la frase siempre se me ha hecho tan inocente como aquel dicho que dicen algunas madres con su "Hay niños que no tienen que comer en africa, así que te lo acabas todo"

En mi caso, creo me sentiría mas culpable de no aprovechar las valiosas oportunidades a bajo precio que se me presentan en la vida.

M.

Le mando un gran abrazo

Esponjita dijo...

Abrazo de regreso. :)