09 noviembre 2013

De la mecánica del resentimiento y la receta del perdón.

A usted alguien lo traicionó: 

Le ofrecieron amor eterno, protección, confianza, whatever... y no se lo cumplieron. Y peor aún, usted le invirtió al asunto energía, trabajo, potencia, Joules, Watts, Kilocalorías... tiempo. Por lo tanto, perdió los mejores años de su juventud, perdió 100 mil pesos, perdió un grado, como tres o cuatro mundos posibles que lo ven de reojo pensando "¡qué bueno que no fui tan pendejo!", perdió, perdió, perdió. 

He ahí los ingredientes de la receta perfecta del resentimiento. A usted le robaron, pero no le robó cualquier hijo de vecino mal nacido antojadizo del bien ajeno. Esos existen, usted lo sabe, hay que vivir atento ante ese peligro. Pero no, a usted quien le robó fue alguien que le entregó una promesa. Y, al romperla, usted se queda con un vale que dice: "Vale por una vida, páguese al portador". 

Ese vale que es imposible canjear, nuevecito y cebado, se llama resentimiento.

Al dolor de la pérdida y de la traición sigue un periodo de tiempo de inflamación, de dolor, lágrimas, impotencia. Pero por alguna razón hay (¿habemos?) quienes meten ese vale, sin canjear y sin canjeo posible, al refrigerador. ¡Sí! ¡Cómo lo oye usted bien! ¡Va y lo entierra en el fondo del refrigerador! Lo deja ahí porque la venganza es un plato que se come mejor frío y, junto con una papaya que tampoco piensa comerse jamás, lo deja abandonado. 

No es de extrañar que, con ese cuidado, los resentimientos duren mucho más de 20 años. Y, lo peor, es que les va como a la papaya esa: se llenan de hongos, les crece moho, se deforman, se ponen verdes y negros, y acumulan pestes espantosas. ¿Cómo limpiarlos? ¿cómo deshacerse de ellos?

Claro, la primer pregunta es ¿y por qué habría de deshacerme de ellos?

Bueno, entonces analicemos ¿por qué hay que aferrarse a ellos?

Porque, en el fondo, a pesar de que es imposible canjear los vales, queremos canjearlos de alguna manera. Y por eso, en el fondo, seguimos una especie de persecución para que se nos restituya algo de todo lo perdido. Queremos justicia, queremos que, si no nos devuelven lo perdido, al menos podamos colgarlos de un árbol muy alto, sacarles los ojos, pasarlos por las armas unas 45 veces y tirarlos por la borda de un barco pirata... y repetir el procedimiento otras 40 o 50 veces, o cuantas sean necesarias.

Pero aunque se muera el deudor, la deuda nunca se va a saldar. Y eso es lo que nos negamos a aceptar cuando nos negamos a deshacernos de los vales. Lo único que nos queda de lo perdido es negarnos a aceptar que se perdió. Pero se perdió. Y hay que aceptarlo, y quemar los vales y contratos y decirle al deudor: te devuelvo tu promesa, y te perdono

Porque eso significa perdonar: aceptar que se perdió lo que se perdió, lo cuál a su vez quiere decir ya no quererlo recuperar. Y luego ir y regalarle al ladrón lo que se robó, y dárselo de todo corazón. Y ¿por qué razón egoísta haríamos eso? Porque no hay modo de recuperar nada de lo perdido y lo que insistimos en conservar es un zombie: una papaya hongueada en el fondo del refrigerador.

Perdonar no es tan difícil: simplemente hay que saber qué significa, cómo se hace, cuál es el método, y porqué deberíamos hacerlo... ¡facilísimo!  

¡Perdonar es regalarle a ladrón lo que se robó, cuando es imposible que lo devuelva! 
Perdonar es comprender que aquello que queremos de regreso no es un bien, sino un grillete.

Claro, hay un corolario: el 80% de nuestros resentimientos son hacia nosotros mismos, pero es demasiado doloroso identificar al verdadero culpable y le andamos endilgando a otros nuestras propias culpas. Así que, entre mayor sea nuestro dominio del arte del perdón, más fácil va a ser convivir con el monstruo que vive del otro lado del espejo.

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