10 enero 2014

Caridad

Hablando ayer con E., caí en cuenta de la extraña relación entre el carácter, la serotonina y la fe. Para creer en Dios –concluimos E. y yo–, es necesario un fuerte optimismo epistemológico. El ateo, el agnóstico, quien duda y desespera (como el escéptico de Eco en el Péndulo de Foucault y no como el que se limita a creer que no hay lo que sabe que no hay) es de temperamento melancólico, pesimista, lúcido y de una honestidad brutal.

Y la honestidad brutal nos llevó a recordar una comida que tuvo ocasión hace poco, en donde un nutrido grupo de mujeres escuchaba a un alemán melancólico decir, con honestidad desgarradora, que sólo queda una visión pesimista de las cosas. Al terminar su breve y brutal discurso, hube de decirle que ahora E. y yo tendríamos pesadillas y él, avergonzado, dijo que no, que no, que no. Luego de salir, Z. estaba furiosa por aquella mala vibra y falta de aliento. E. y yo lo defendimos: fue honesto simplemente. M. E. no dijo nada, porque a ella le ha roto el corazón. Y después de lo que pasó entre M. E. y él, yo lanzo, muerta de terror, los ojos a Munich... pero a ti nunca te ha fallado, a ti jamás. Y viene entonces el melancólico, pesimista y lúcido temperamento que también me impide creer en Dios: ¿y quién te asegura que no te traicionará a ti tal y como lo hizo con M. E.?

Y a propósito de la alemana melancolía de nuestro invitado de aquella tarde –la cuál era luminosa y de la cuál E. se dio cuenta inmediatamente– le dije a E. que ella se parece mucho a R. y que, quizás, por eso los quiero tanto. No se dejan abatir, le dije, si ven que se les descascara en algún lugar el ánimo y la alegría, presurosos corren a arreglarlo. Me dice ella, quitándole todo mérito a mi observación, que es el mero instinto de súper vivencia, que por eso no se deja caer ella. Que no es tan fuerte como R. Es obvio que él es muy fuerte, me dice E. Yo le digo que también es vulnerable, igual que ella. Pero él se cuida mucho y se da mantenimiento... igual que ella. Y que por eso son como soles que irradian calor... y los melancólicos, saturninos y fríos por naturaleza, los necesitamos tanto. 

Fue entonces cuando llegamos a aquella conclusión, pues la plática duró cuatro horas y, escatológicamente, cerró con la búsqueda de Dios, las tres virtudes teologales, y el pequeño Aurelio Agustín que ella lleva dentro. Me habló de cómo la caridad es principio de la creencia, de ahí se accede a la fe y a la esperanza. Y yo le dije que el melancólico, pesimista epistémico por naturaleza, no puede dejarse tentar, embaucar y seducir por la apuesta de Pascal. Porque se siente embaucado. Se siente un Job que clama y clama, y acusa a contraparte de haber endurecido su corazón y haber puesto cera en sus oídos. Porque lo busca con desespero y él no aparece. Me dice entonces E. que eso es ser incoherente. Que de ser así –que si en verdad descreemos incluso del logos– ¿porqué nos obstinamos en seguir viviendo? Y yo le digo que esa es nuestra tragedia, la pregunta de Albert Camus está constantemente susurrándonos en el oído aquello de la pregunta filosófica fundamental.

Quizás, en el fondo, la disposición ante la fe no sea otra cosa sino el modo en que la serotonina es o no reabsorbida. Quizás E. y yo estamos justo en el mismo lugar, pero ella ve el vaso medio lleno y yo lo veo medio vacío. Quizás, como me dijo Ely, y como dice Lévinas al inicio de Totalidad e Infinito, Agustín tenga razón y la única prueba de que Dios existe es el amor, el desnudo rostro de otro, el cara a cara, la caridad, la llama que viva que refulge en los otros, ya sea la de los soles optimistas, o la del melancólico alemán...

No hay comentarios.: