21 enero 2015

Del desamor y las mariposas

la versión marina de la bella Anabelle...


Unos rizos se arremolinan, blancos y negros, como espuma que le brota a la piel del mar oscuro, y se apretujan todos contra el acantilado: una nuca.

Un pulgar elástico que primero se echó hacia atrás –como un gato despertando– se encorva después elegante, y con la mera punta de la redondeada yema toca primero el medio, luego el índice y de regreso. Tocan, los dedos, invisibles cuerdas tensas, y al ritmo de sus pensamientos, vibran. 

Sé que alguien, en algún lugar impreciso –en el presidio, frente de todos nosotros– discurre, argumenta y habla. Pero lo sé solamente porque adivino la melodía a través del movimiento de los dedos danzarines que van de una yema a la otra tocando tensas y vibrantes cuerdas pneumáticas. 

¿Y a qué vine yo? me recriminan las mariposas que, proyectadas desde mi vientre, tratan de escapárseme por la boca. Me la tapo con la palma de la mano, pero fallo: un ala amarilla –Mauricio Babilonia– se me queda entre los dedos. 

Pero, de pronto, aletean unas alas rizadas y larguísimas. Párpados, pestañas, pupila cristalina ¡está volteando! ¡que no me vea! ¡que no atisbe las mariposas que se me escapan por las fosas de la nariz, las orejas, la boca que no cerré! 

Pero a mi no me ve. Está muy ocupado con sus propias mariposas que, entretenidas y de sí abandonadas, revolotean sobre un par de verdes abismos marinos... y ajenos.



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