26 enero 2015

Once upon a time, Regina.

He estado viendo Once Upon a Time, una serie gringa cuya protagonista era la pelirroja de House. Es, como se ha puesto de moda desde hace algunos años, una serie que le apuesta a los conflictos psicológicos. 

La historia más o menos la deben conocer muchos de ustedes: la bruja de Blanca Nieves ha logrado hacer un hechizo para que todos los personajes de los cuentos de hadas queden atrapados en el mundo no fantasioso y se olviden de sí mismos, adquiriendo identidades desencantadas. En realidad con lo que ha terminado es con los finales felices, y todos los personajes que antes tenían garantizada la victoria, ahora se enfrentan a un mundo lleno de frustraciones. El único que sabe la verdad del hechizo –además de la malvada reina– es Harry, su hijo adoptivo, que logra traer a su madre biológica de regreso al pueblo. 

La premisa es buena: el Dr. Hopper, que en el otro mundo era Pepe Grillo, ahora es un psicólogo que les explica a ambas mamás que lo de Harry no son fantasías, sino un lenguaje para explicar su realidad. Y en una versión de psicología more buenaondita marca Sanborns (y descaradamente volándose la estructura narrativa de Lost), cada cuento es una metáfora de la situación que explica la naturaleza de cada personaje. 

Si alguien sabe armarse cuentos para dar cuenta de su realidad, soy yo. Y, sí, me gustaría contar lo que sigue como si se tratara de un cuento, pero hace tiempo que se me acabó el material alegórico que tan útil me era para esos fines. Así que no esperen mucho del siguiente intento. 

En algún momento de mi vida vivía yo con mi papá. Y hablé por teléfono y larga distancia con mi mamá. Al terminar la llamada yo estaba sumamente triste. ¿Qué sentía yo? ¿qué pensaba? Ni siquiera puedo acordarme bien –o no quiero, vayan ustedes a saber–. El caso es que sólo recuerdo que tenía una profunda queja contra la vida y para consolarme mi papá me dijo que con el tiempo lo olvidaría. Le contesté que ojalá alguien pudiera encapsular el tiempo todo junto y dármelo de una buena vez. Y mi papá, un poco sorprendido, me dijo que eso lo había heredado de mi mamá: el poder hablar así, con metáforas, haciendo imágenes. 

Así que eso lo había heredado de mi mamá. Y, todavía más: eso era una cosa extraña, no común, digna de que mi papá que en ese momento no parecía quererla para nada, se lo reconociera como una virtud. Ahora me pregunto si reconocer en mi aquello era algo que le gustaba o que más bien lo asustó.

No duraría mucho más viviendo con mi papá: yo era una niña que recién acababa de entrar a la pubertad, difícil y sumamente lastimada. Él era un hombre que acababa de iniciar una relación con una escuincla insegura, celosa y que obraba bajo el consejo de su recién adquirida suegra, de quién el tiempo nos enseñaría que jamás estuvo del todo cuerda. 

Al final me fui a vivir con mi Abuelita Aurora. Y ella, en cuanto consiguió lo que más quería, es decir, que me fuera a vivir con ella, puso tierra de por medio entre mi mamá y yo. Así fue como me fui a vivir a ese extraño reino llamado San Luis Potosí, donde mis compañeros de la escuela eran mis amigos y no mis verdugos. Donde de pronto resultó que yo era buena alumna... no sólo buena, era buenísima, a pesar de que el maestro de Ciencias Naturales se quejaba de que me daba tiempo de hacer la tarea mientras pasaba lista, y que la tinta todavía se sentía caliente.

Era un mundo extenso y grande donde andábamos en bicicleta todos los niños, con álamos altísimos y ráfagas de viento que nos hacían cerrar la boca para no masticar el polvo. Esa tierra semidesértica donde vivía una familia que, hasta ese entonces, había sido un mito para mi, y que ahora venía a cantarme canciones. Donde las noches eran mías, y veía todas las noches cine de arte para adultos en el canal 11. Era un lugar mágico, extraordinario, donde Beatríz y yo pasábamos toda la tarde en bicicleta, entre la colonia Retornos y la colonia Atlas, cantando a voz en cuello canciones de Gloria Trevi. 

Un extraño reino donde no había feroces competidores por el amor de mis padres. Yo me había ido con mi Abuelita que aseguraba que yo era la reencarnación de su madre, porque ella había nacido el 22 de julio de 1879, exactamente cien años antes que yo. Y yo estaba muy dispuesta a creer en todo lo que mi abuelita me dijera, porque por primera vez todo estaba en su lugar. Así que yo le creía al I Ching, al Tarot, a los sueños proféticos de mi abuelita, y a sus parábolas bíblicas donde me explicaba que hay amores que son como la mostaza, porque la planta es enorme y las raíces pequeñas. 

En mi poder estaba la pequeña biblioteca de mi abuelita llena de libros de ciencia ficción, estaba una caja de colores que había pertenecido a mi abuelito, y todos mis cuadernos. Y ahí escribía, y escribía, y escribía. Y, para colmo, yo me había enamorado de mi primo, porque iba todos los sábados a visitarnos a la casa, y nos hacía plática hasta que se hacía muy noche, y mi abuelita y yo lo esperábamos ansiosamente. Porque, por más que nos tuviéramos una a la otra, estábamos muy solas. Y llegaba mi primo y, con su voz maravillosa, nos cantaba canciones con su guitarra. 

¿Y qué hace una escuincla de 13 años con un amor y unas ganas así de enormes por alguien tan declaradamente inaccesible? 

Le escribe. 

No recuerdo ni una línea de lo que escribí durante esos años. Si acaso recuerdo de lo que quería escribir. Por ejemplo, escribía que yo era hermana suya y de mis demás primos la más pequeña; y que yo era la niña chiquita, amada y muy inteligente; no la hermana mayor, torpe y que siempre mete la pata. A penas recuerdo eso, pero sé que tenía muchas más cosas metidas entre el pecho y la pluma, porque al regresar a México con mi mamá y mis hermanos, me la pasé escribiendo sobre él... y también recuerdo que agarré de personaje a mi otro primo (y fue cuando comencé a nombrar a todas mis heroínas Margarita), pero porque él era muy buen pretexto para volverme yo el personaje central... o no yo ¿sí entienden? No, no creo que entiendan. Era yo la que quería salvar a Margarita. ¡Caray! ¡Alguien debí hacerme el favor de prestarme el Fausto!

En fin. En resumidas cuentas esos tres años en San Luis Potosí fueron maravillosos. Pero sonaron las 12 campanadas.

Sin embargo, y para ser honesta, es evidente que en ese cuento faltan muchas piezas. Y falta una que, de golpe y mientras veía Once Upon a Time, golpeó mi cabeza. Yo lloraba a gritos por mi papá. Y es que no daba crédito de lo que había pasado. Me mandó en un avión, en primera clase, de Mérida a México porque su entonces novia le dijo que era ella o yo. Y mi papá dijo que si no quería regresarme con mi mamá, me podía meter a un internado. Y le pregunté que si le podía comentar el asunto a mi mamá y a mi abuelita... para poder tomar la mejor decisión. Y me dijo que no. Y que no le importaba si me iba con mi Abuelita (la razón por la cuál había acabado yo en Mérida). Que no le importaba... que no le importaba... que no le importaba... que no le importaba qué fuera a ser de mi. 

***

La reina malvada de Once Upon a Time se llama Regina. En inglés, supongo, no es tan transparente como en español. Y obviamente la tragedia de la historia es la de Regina. Ella se ha hecho adicta al poder de la magia, y es una vieja iracunda que apachurra corazones cuando le rompen el suyo. Y hace todo el tiempo que su hijo se sienta loco ¿cómo va a confesarle que, efectivamente, el cuento es real y ella es la bruja malvada? 

Cuando pierde a Henry porque decide irse a vivir con su madre biológica, Regina decide que va a cambiar. Y decide algo así como meterse a un grupo de "Brujos Anónimos" para abandonar la magia y redimirse ante los ojos de Henry. Y es un sufrimiento desgarrador el de Regina siempre que Henry prefiere a todos los demás, y siempre que Henry le pierde una y otra vez la fe. 

Primero le perdí la fe a mi papá, que me arrancó el corazón al mandarme en un vuelo de primera clase a México. Luego la vida con mi Abuelita Aurora se hizo complicadísima porque un día caí en cuenta de que para ella era más importante que yo estuviera con ella que yo misma. 

Y volví con mi mamá. La relación siguió siendo extremadamente difícil, pero ahora yo tenía una certeza que antes no: mi mamá me quería. Me quería tanto como a mis hermanos, sólo que ellos eran de mucho más dócil trato que yo (también con mi abuelita descubrí que la que tenía un carácter de la chingada, era yo). Y sí, en cuanto pude, me fui de la casa de mi mamá otra vez. Pero ahora yo sabía que me quería. 

***

Igual que Henry, a los once años se aparecieron de la nada un montón de personajes de cuentos que parecían mucho mejor opción que mi mamá. Igual que Henry, vi progresivamente cómo todos esos personajes eran una bola de imbéciles. E igual que el imbécil de Henry, le dije un montón de cosas hirientes a mi mamá a los once años. 

Y entonces a veces quisiera que al tarado de Henry Regina le mandara el mismo hechizo que me mandó mi mamá a mi: Qué va a ser de ti de Joan Manuel Serrat. Y que durante más de veinticinco años no se atreva a volver a escucharla, hasta que una noche vea una estúpida serie gringa y se confiese ante un público variopinto y silencioso, y la oiga. Y entonces logre entender que la única que lo quiere incondicionalmente es Regina

Si mi mamá hubiera nacido un día antes, se habría llamado Regina.


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