28 agosto 2015

carissime


"Sin embargo, de Guillermo hablaré, una única vez, porque me impresionaron incluso sus singulares facciones, y porque es propio de los jóvenes sentirse atraídos por un hombre más anciano y más sabio, no sólo debido a su elocuencia y a la agudeza de su mente, sino también por la forma superficial del su cuerpo, al que, como sucede con la figura de un padre, miran con un entrañable afecto, observando los gestos, y las muecas de disgusto, y espiando las sonrisas, sin que la menor sombra de lujuria contamine este tipo (quizás el único verdaderamente puro) de amor corporal". 

          —Umberto Eco, El nombre de la rosa


Entre nosotros han pasado muchos años y, por ende, muchas cosas. Ente las muchas cosas que han pasado, es que primero me enredé en un tema tan exótico como la psicología medieval, y fue hasta años después que entré una tarde con Ely a una librería, y nos pusimos a leer las primeras páginas de El nombre de la rosa. Y cuando llegamos a aquellas líneas que describen el amor del alumno por el maestro, ambas sentimos como si alguien nos hubiera radiografiado el alma y hubiera impreso nuestros sentimientos en los labios de Adso de Melk (cada una con su cada cuál). 

Después de tantos años, tropiezos y raspones, muchas cosas han cambiado, pero con todo, algo permanece intacto. Algo que con dificultad puedo articular, cuyos límites son difusos, y a veces complican demasiado la cotidianidad... pero que, a pesar de todo, ilumina con la misma intensidad que el primer día. Y de lo cuál sólo puedo dejar a penas un vestigio robándome las palabras de Umberto Eco...  

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