08 enero 2016

Rubicundos

El zorro le dice al principito que el viento sobre los trigales le recordará a su melena dorada (en español esta frase es insoportablemente ambigua: no queda claro quién recordará a quién. Quien tendrá los recuerdos será el zorro, el güero a recordar será el Principito). Lo de lo dorado de los cabellos rubios siempre le pareció una licencia poética, una hipérbole: el cabello rubio, pensaba ella, es simplemente amarillo como el castaño es simplemente café. Así pensaba, porque nunca había visto a un rubio fuera de las portadas de las revistas ni de las blondas melenas de las criaturas de la televisión.

Lo dorado siempre le pareció hiperbólico hasta que una mañana vio cómo el Sol golpeó con fuerza, no sólo su melena rubia (¿"su" de quién? ¿suyo de ella? ¿suyo de él? ¿suyo de suyo de usted?), sino también toda su piel cubierta de multitud de rubicundísimos vellos dorados. Y entonces todo él (¡ah! ¡es un "él"!), él en su totalidad brilló como estatua de oro, como si todo él estuviera cubierto de un manto dorado, rubicundísimo y enorme. Y asoleado, con los transparentes ojos entornados, ojos transparentes como el ozono azul del cielo, bajo la sombra de la palma de su mano, suya de él, la vieron. 

No, no hay hipérbole: los hombres rubios son hombres dorados. 

Ella se sirve del alemán para leer el latín. Lee los textos hombre rubio, bajito y dorado, el admirado erudito cuyas frases tienen sujetos que, entre el artículo y el sustantivo, llevan modificadores de cuatro renglones de larg, y cuyo ánimo es el propio de quienes heredarán la tierra... y se acuerda mientras tanto del hombre rubio, altísimo y dorado, que le enseña cómo leerlas...

Leonora Carrington y Max Ernst fotografiados por Lee Miller
1937

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