24 febrero 2016

De franceses y alemanes



Al único francés que conozco no nació en Francia, no es hijo de franceses, no ha pasado la mayor parte de su vida en Francia ni tiene pasaporte francés. Y él difícilmente, creo, aceptaría que es francés. Sin embargo el francés es su lengua materna y, cuando lo habla, se me eriza la piel. No, no le entiendo ni una palabra. Pero cuando habla en francés –y sólo en francés– parece que se transforma y que es un otro el que ocupa ese mismo cuerpo. Y, como no le entiendo nada, la sensación permanece.

Lo chistoso del asunto es que, en mi imaginario estereotipado de las lenguas, creí que el francés era una lengua suavecita. O sea, se supone que el amor es una cuestión suavecita ¿no? así, como que tierna. Y se supone que el francés es la lengua del amor... aunque jamás entendí cómo algo que me sonaba todo gangoso cuando era niña podía ser algo romántico. De todas maneras, mi pedacito heteronormado piensa que el amor es una passio, o sea, que el amante espera de un agente amado que la haga padecer (aquí perdón por el oxímoron semántico). Y eso me pasa cuando él habla en francés. Ergo: no es una lengua suavecita: cuando él habla en francés hay algo de viril que no logro comprender del todo... pero que requiebra.

En cambio, alemanes conozco muchos, pero hay tres que son muy importantes para mí, y los tres han sido mis maestros. El alemán es para ellos su lengua materna, pero sólo uno de ellos la tiene como única lengua materna, y sólo a él lo escucho hablar en alemán cotidianamente (pues sí, obvio: es mi maestro de alemán). Al otro jamás lo he oído hablar en alemán y de su teutonidad queda huella sólo en sus apellidos largos. Además, como es mexicano también, su alemanidad y alteridad queda siempre como un mito, como algo que nos contaron, de lo que se nos platica pero jamás conocemos. 

Aquí la anécdota más bien tiene qué ver con la primera vez que escuché hablar en alemán a mi otro maestro. A él lo había escuchado hablar en inglés antes, y aquél se me hacía un inglés muy bonito y muy claro, porque sonaba a buen inglés, pero sonaba dulce a mis oídos. Pero jamás en alemán. Y entonces un día habló. 

Mi idea del alemán era que es una lengua fuerte, rasposa, golpeada, como indica el estereotipo: el alemán de los discursos con erre rodada y sin sinalefas que, al levantar la voz, cuadra a un ejército. El alemán que, cuando se ve escrito en el papel, parece lleno de espinas porque tiene muchas W y V y ni siquiera la redonda forma de las vocales se salva de salientes: ö, ä; ü. Pero ese alemán del estereotipo sólo habita en algunas pocas canciones de Rammstein y en los discursos de Hitler. El alemán de a de veras es suavecito, murmurado, y lleno del sonido "sch". Y el alemán de mis alemanes tiene erres en la garganta o simplemente huequitos donde debería ir una erre. 

Bueno, pero todo esto era referente a la anécdota de la primera vez que escuché a mi maestro hablar en alemán. Y es que era un alemán como gorgoritos, como un chorro de agua cayendo desde una altísima gárgola en una catedral: algo que uno espera que suene fortísimo y resulta ser un murmullo. Y la cosa aquí es que, cuando lo escuché hablar en alemán, sentí como si se hubiera abierto la piel el pecho y el vientre, y estuviera viendo latir en vivo su corazón y todas sus vísceras funcionar, o como si pudiera meterle la mano hasta el fondo del cerebro, y sentir la vibración de su pensamiento... Pero algunas frases después, cuando comencé a entender lo que decía, se acabó la magia del extrañamiento, y al fin pude reconocer en su alemán al mismo que habla y bromea en castellano. 

***

Ahora soy yo la que se va a ir, y se va a llevar su español del Chavo del 8 a otro continente. Y me pregunto si aprenderé a hablar alemán y superar mis habilidades comunicativas tarzánicas. Y me pregunto si aprenderé a pensar en alemán. Y si algún día las grandes declaraciones que animan al ánimo serán capaces de requebrar mi ánimo en una lengua distinta a la única que puedo manejar. 



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