13 marzo 2016

Cassiel


Se me ocurrió ver primero ¡Tan lejos, tan cerca! y todavía no veo Der Himmel über Berlin así que estoy comenzando a suponer que me perdí de buena parte del sentido de la película por eso. Lo otro porque me quedé dormida hasta que Cassiel pega un grito porque la niña se está cayendo del balcón. Desde el principio me pareció reconocer al pelirrojo actor, y supuse que lo estaba confundiendo con otro que se supone que no es pelirrojo, pero que tiene la misma carita angelical. Pero no, es que un rato antes quise ver Das Boot y... ¡oh! pues vengo a caer en cuenta que el capitán del submarino es, ni más ni menos, que Otto Sander. ¡Ay! Otto Sander. En la de Das Boot también me quedé dormida aquella vez que la vi, pero fue porque, como de costumbre, tenía totalmente volteado el ciclo circadiano, y ningún personaje gritó con suficiente energía... gritó mi familia y eso me despertó varias veces y, para mi maldita suerte, sólo vi el final que es tristísimo y... y como que todo el cine alemán es súper trágico y tristísimo, como película mexicana toda desesperanzada. Así como se terminó ¡Tan lejos, tan cerca! porque al final Cassiel logró hacer el bien y fue tristísimo y yo quise llorar, pero por estos días ando escasa de lágrimas y... preferiría no pensar.

Cassiel tiene que aprender a modular la voz, a caminar –porque está acostumbrado a flotar–, tiene que aprender a cruzar la calle. Se encuentra a Lou Reed que le da unos dólares, y a quién le pregunta en inglés que porqué no puede ser bueno. Ese chiste tampoco lo entendí hasta que di con la canción de Lou Reed. Pero es que es el chiste de toda la película: es un ángel que, a diferencia de su colega angelical, se hizo humano para tratar de hacer el bien, y nomás no da una. Y cuando se echa todos los monólogos sobre el tiempo, casi me dio la impresión de que el guión lo escribió algún ángel de esos que leen mis pensamientos. O que mis pensamientos son de lo más cliché, que no soy original en absoluto con mis crisis existenciales. 

***

¿Uno debe darle gracias a alguna especie de fortuna por tener ángeles que la cuiden a una? Lo que me da desesperación es que los ángeles sean como el pobre de Cassiel que sólo pueden pegar de gritos mientras nos ven tirarnos desde lo alto de un edificio. Es mucha responsabilidad eso de tener ángeles. Hay que hacer mucho esfuerzo para que estén tranquilos, para no defraudarlos, para que no se anden humanizando por accidente. Y luego, ya humanos, andan tropezándose como uno lo hace, y se abren las rodillas y están en peligro como nosotros estamos. Y luego, uno como humano ¿cómo le hace para ir a cuidar a esos ángeles? Uno quisiera agarrarlos a besos y abrazos para... pues... para que sean unos ángeles felices. No es que yo tenga un fetiche por los ángeles ni nada así ¿verdad? Se entiende. ¿Dónde se ha visto alguien con semejantes inclinaciones etéreas? 

Pero estábamos hablando de los ángeles con carita de Otto Sander, que al caer en el mundo quedan atrapados en el tiempo. Y hablamos de los ángeles buenos que, en cuanto encarnan en la tierra, quieren hacer el bien y ejercer el poder que como ángeles les estaba vedado. Hablábamos de ellos, sí, pero yo pensaba en unos de otro tipo. Una especie de lo más extraña, de esos que me tienen más fe de la que me tengo a mi misma. Pero eso de tener responsabilidades con los ángeles, como les decía, es pesado. Sobre todo a alguien como yo que le falta voluntad para ir al doctor de las voluntades a que le recete pastillitas de voluntarinina. Pero algo podrá hacerse. 

Al final, si existiera, como en la Edad Media, un catálogo y clasificación angelical, entre ángeles, serafines, querubines y, dice el poeta, demás animales afines, habría una única especie de ángeles que son capaces de mover la densa mole deprimida que soy. A esa clase la llamaría los simulacros, porque están ahí como lo están los hombres para los ángeles de Wim Wenders: intangibles y parlantes. Y yo, como un Damiel acobardado, sólo los contemplo.




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